ABC MADRID 05-07-2003 página 65
- EdiciónABC, MADRID
- Página65
- Fecha de publicación05/07/2003
- ID0005384378
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ABC SÁBADO 5 7 2003 Tribuna 65 H UBO un tiempo, los últimos años del siglo XV y los que siguieron a éstos, ya en el XVI, en que la humanidad vivió en un temple nuevo, que era precisamente el de la innovación. El Descubrimiento de América en 1492 significó una sorpresa: se trataba de ir a las Indias, se pensó en la posibilidad de llegar a ellas por una ruta occidental; emprendido el largo e incierto viaje, se tropezó con que había un continente inesperado que se llamó primero las Indias y después, reconocido el error, América. Este Descubrimiento se debió, no lo olvidemos, a un error de cálculo, a la creencia equivocada de las dimensiones del globo terráqueo. Llegar a las Indias siguiendo una ruta occidental significaba un desconocimiento de la estructura y las dimensiones reales del mundo. En el camino hacia las Indias, hacia el Oeste, se tropezó nada menos que con el desconocido continente americano. Era una época en que se vivía de sorpresa en sorpresa, de error en error, en el dominio de lo inesperado. Los pequeños barcos surcaban los océanos por mares nunca d antes navegados A fuerza de equivocarse, de encontrarse con las sorpresa que iba deparando la lenta y problemática exploración del mundo, se iba descubriendo su estructura, sus dimensiones, el lugar que ocupaban las diferentes porciones desconocidas. Nos cuesta trabajo ahora imaginar el estado de ánimo de aquellos finales del siglo XV y de todo el siguiente. El Descubrimiento de América fue la gran sorpresa, la máxima innovación; desde entonces se vivió en una actitud nueva, dominada por la esperanza unida a la palabra descubrimiento Se empezó a tomar posesión, muy lentamente, del mundo. La expedición de Magallanes, completada por Elcano después de la muerte de aquel en Filipinas, llevó a la hazaña prodigiosa de la vuelta al mundo. De la magnitud de esto puede dar idea el que la segunda vez que se dio la vuelta al globo terráqueo fue la de Drake; pero se suele olvidar que aconteció cincuenta y ocho años ESPERAR LO INESPERADO JULIÁN MARÍAS de la Real Academia Española En el camino hacia las Indias, hacia el Oeste, se tropezó nada menos que con el desconocido continente americano después; hoy propenderíamos a pensar que esto aconteció al año siguiente o acaso en el espacio de un lustro; pero no fue así: Los molinos de los dioses muelen despacio y aun en aquella época de aceleración el paso de la historia era lento. Un formidable viento de innovación, de aventura, de aprovechamiento de las modestísimas posibilidades técnicas, hizo que se fuera tomando posesión del planeta, de sus contenidos, es decir, de sus continentes, de sus lugares efectivos, de sus proximidades o lejanías. Desde hace mucho tiempo se conoce muy bien lo que hay en el mundo, que se ha convertido en habas contadas pero hubo que contarlas, penosamente, con ingentes esfuerzos y riesgos, en un horizonte de incertidumbre que invitaba a la exploración, a ver qué había más allá. Nos cuesta gran esfuerzo recordar lo que durante mucho tiempo fue la incertidumbre general, la constante sorpresa al ir encontrando las porciones de un mundo cuyas dimensiones se iban descubriendo. Es conmovedor el momento en que el hombre se asoma al Océano Pacífico desde la costa occidental de América, en que se aventura por ese inmenso océano que se mostró pacífico pero que reservaba tormentas y dificultades increíbles. La muerte de Magallanes en las Islas Filipinas fue la incita- ción a seguir adelante que llevó a término Elcano, que completó la vuelta al mundo. Un globo terráqueo con la inscripción primus circumdidisti me fue el premio de la hazaña, pero recordemos que el segundo que lo consiguió, Drake, lo hizo casi sesenta años después: esta cifra mide la importancia, el alcance y la dificultad del hecho. Promesa, desafío, probable fracaso, invitación a seguir adelante, fueron los factores de la lenta y peligrosa posesión del mundo. Hace ya mucho tiempo que sabemos cómo es este, cómo están distribuidas sus tierras, que porción ocupan sus mares, pero durante siglos todo fueron incógnitas, errores y aciertos, descubrimientos inesperados, frustraciones que tantas veces se pagaban con la vida. Rara vez se piensa en lo que significaba durante esos siglos recorrer el mundo. La ruta de Oriente exigía la vuelta a todo el continente africano, hasta 1869, año de la apertura del Canal de Suez, uno de los hechos más gloriosos de la ciencia, la técnica y, en suma, la civilización y cooperación europeas. Esa fecha, tan cercana a nosotros, es una de las grandes fechas positivas de la historia, de las que merecen conmemorarse. Así fue entonces, se consideró que era un hecho glorioso, el premio a lo que había sido Europa unida para realizar posibilidades comunes. Se recuerdan más las fechas desastrosas, las rupturas de la convivencia, las guerras mundiales, tan próximas entre sí que se puede hablar del período entre guerras como si eso pudiera ser lo normal. Rara vez se piensa que los desastres mundiales han sido casi siempre azarosos, consecuencias monstruosas de hechos lamentables que pudieron no tener grandes repercusiones, como las asesinatos de Sarajevo, que costaron millones de muertos en la primera guerra mundial, resultado del sistema de alianzas que dominaba en Europa en 1914. No se extraen las consecuencias de lo que han sido los errores evitables, lo que ha destruido por dos veces la convivencia mundial, no sólo en Europa, sino que arrastró las intervenciones del Japón, de los Estados Unidos, a veces con cambios de posición que descubren una atroz dosis de frivolidad al jugarse los destinos del continente europeo y de otros arrastrados por los problemas iniciados en éste. Llevo muchos años pensando que las grandes etapas de prosperidad y los grande desastres colectivos han tenido su origen, respectivamente, en aciertos o errores intelectuales como tales, previsibles, con los cuales se hubiera debido contar. Después de los hechos consumados, parece claro descubrir el acierto o el error, los desastres innecesarios, cometidos por falta de claridad, de dedicar algunas horas al pensamiento, a la concatenación de las posibilidades puestas en juego. Casi todos los grandes males de la humanidad parecen, y es lo más triste, evitables. Se pudieron prever, se pudieron salvar. Si volvemos los ojos al inquietante presente, a los peligros que no se han desencadenado todavía, es inevitable pensar que se pueden evitar, que no siempre lo peor es cierto, que se puede confiar en esa operación elemental, humana, que llamamos pensar. A apenas se ven. De vez en cuando, desde el coche, al acercarte a un pueblo, las descubres subidas en la pared de un huerto, o triscando en una cuneta hierbajos duros que parecen despreciar los otros animales, o en la escarpa de un risco, colgadas de sus pezuñas adhesivas. También hay algún hato conducido por un pastor tan endurecido y pardo como ellas, o, incluso, entre un rebaño de ovejas, un poco apartadas, orgullosas e independientes de la borreguil homogeneidad, destacan unas cuantas marcando un paso distinto, señalando su raza, casi autosuficientes. Ya casi no quedan. Su carne no está prestigiada, en ninguna carta de restauradores famosos aparece el cabrito, ninguno de ellos se ha detenido a investigar qué salsa le viene bien, con qué acompañamiento contrasta, qué otras formas de guisalo hay que no sea el horno. Y el queso de su leche no ha tenido buen mercado, se dice que resulta demasiado fuerte, que Y LAS CABRAS EUGENIO FUENTES Escritor su aspecto parece jabón. Mala fama siempre la de la cabra, destinataria de burlas y de refranes feroces. Los científicos eligieron la oveja a la hora de investigar la clonación, como temerosos de que los genes de un ser tan autónomo no se dejaran manipular por manos ajenas a su indomable carácter de independencia. Y sin embargo ningún otro animal ha hecho tanto por su dueño cuando todo iba mal alrededor, cuando las guerras y las catástrofes arrasaban la tierra con dientes de dragón. Ningún otro animal aguantó tanto la sed cuando duraba demasiado la sequía, ni con nin- gún otro animal han jugado tanto los niños en los corrales, imaginando que eran toros y que podrían burlar sus cuernos como sardinas. Recuerdo muy bien las dos cabras que teníamos en casa. Cada amanecer se les abría la puerta del corral y ellas solas salían haca el ejido, donde se reunían bajo la voz de un pastor mimetizado con ellas, que se llevaba el inmenso rebaño- -trescientas o cuatrocientas cabezas- -hacia los pastos comunales. Al atardecer, volvía a traerlas, las dejaba en el mismo sitio y ellas solas, como niños inteligentes al salir de la escuela, regresaban cada una a su casa y se quedaban esperando a que se les abriera la puerta, rumiando con movimientos laterales de las mandíbulas mientras le temblaban los bigotes diabólicos, mirando- -los ojos amarillos capaces de sostenerle la mirada al matarife- -con supina indiferencia a cualquier otro animal, con plena conciencia de su superioridad, con la astucia suficiente para no ser gregarias y al mismo tiempo para eludir las cadenas. Luego, los niños las ordeñábamos, apretando las ubres hinchadas, calientes y elásticas que derramaban una leche espumosa que, al hervirla, había que dejar subir tres veces para eliminar las bacterias de no sé qué enfermedad. Ya casi no quedan, las cabras. Nadie las quiere ni recuerda que ningún otro animal hizo tanto para paliar el hambre en la posguerra. Pero si llega una hecatombe, por ahí arriba andarán, ellas solas, esperando que vayamos a buscar su carne y su leche.