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ABC MADRID 11-09-2002 página 83
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ABC MADRID 11-09-2002 página 83

  • EdiciónABC, MADRID
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ABC MIÉRCOLES 11 9 2002 Tribuna 83 A soberbia es la pasión desenfrenada sobre sí mismo. Apetito desordenado de la propia excelencia. Es un amor desordenado de la propia persona que descansa sobre la hipertrofia de la propia excelencia. Es fuente y origen de muchos males de la conducta y es ante todo una actitud que consiste en adorarse a sí mismo: sus notas más caracteristicas son prepotencia, presunción, jactancia, vanagloria, estar por encima de todos los que le rodean. La inteligencia hace un juicio deformado de sí en positivo, que arrastra a sentirse el centro de todo, un entusiasmo que es idolatría personal. Hay dos tipos de soberbia: una que es vivida como pasión, que comporta un afecto excesivo, vehemente, ardoroso, que llega a ser tan intenso que nubla la razón, pudiendo incluso anularla e impedir que los hechos personales se vean con una mínima objetividad. La otra es percibida como sentimiento: cursa de forma más suave y esa fuerza se acompasa y la cabeza aún es capaz de aplicar la pupila que capte la realidad de lo que uno es, aunque sólo sea en momentos estelares. Entre una y otra deambula la soberbia, transita, circula, se mueve y según los momentos y circunstancias hay más de la una o de la otra. La soberbia es más intelectual y emerge en alguien que realmente tiene una cierta superioridad en algún plano destacado de la vida. Se trata de un ser humano que ha destacado en alguna faceta y sobre una cierta base, el balance propio saca las cosas de quicio y pide y exige un reconocimiento público de sus logros. Para un psiquiatra, estamos ante lo que se llama una deformación de la percepción de la realidad de uno mismo por exceso. Ante la soberbia dejamos de ver nuestros propios defectos, quedando estos diluídos en nuestra imagen de personas superiores que no son capaces de ver nada a su altura, todo les queda pequeño. Hay una gradación entre las tres estirpes, soberbia- orgullo- vanidad, que van de más a menos intensidad, tanto en la forma como en el contenido. Entre la soberbia y el orgullo hay matices diferenciales, aunque el ritornelo que se repite como denominador común puede quedar resumido así: apetito desordenado de la propia valía y superioridad. Es una tendencia a demostrar la superioridad, la categoría y la preeminencia que uno cree que tiene frente a los de su entorno. En general estos dos conceptos se manejan como términos sinónimos, aunque se pueden L LAS MÁSCARAS DE LA SOBERBIA ENRIQUE ROJAS Catedrático de Psiquiatría Todo el edificio de la persona equilibrada se basa en una mezcla de humildad y autoestima espigar algunas diferencias interesantes. La soberbia es más intelectual. Se da en alguien que objetivamente tiene una cierta superioridad, que realmente sobresale en alguna faceta de su vida. Hay una cierta base. Facetas concretas de su andadura tienen un relieve que las realza sobre los demás. Hay una evidencia por la que puede ser tentado por la soberbia, no necesitando del halago de los otros y haciendo él mismo su propio y permanente elogio de forma clara y difusa, rotunda y desdibujada, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella. Sus manifestaciones son más internas y privadas, aunque pueden ser observadas por una atmósfera grandiosa que él crea sobre su persona, y además, a través de sus máscaras: hay arrogancia, altanería, tonos despectivos hacia los demás, que se mezclan con desprecio, desconsideración, frialdad en el trato, distancia gélida, impertinencia e incluso, tendencia a humillar. Otras veces, esas máscaras son de una insolencia cínica, mordaz, con un retintín de magnificencia que provoca en el interlocutor un rechazo frontal. En los casos algo más leves, baja la hoguera del engreimiento y entonces la relación personal se hace más soportable. El orgullo es más emocional. Puede ser lícito y hasta respetable. Puede ponerse de manifiesto en circunstancias positivas, en donde el lenguaje coloquial se mezcla con hechos e intenciones: el orgullo de ser un buen cirujano, un buen padre, un excelente poeta, de una región concreta de un país... Todo eso está dentro de unos límites normales. Puede encuadrarse dentro del reconocimiento a una labor bien hecha. La palabra vanidad procede del latin vanitas, -tatis, que significa falto de sus- tancia, hueco, sin solidez. Se dice, tambien, de algunos frutos cuyo interior está vacío, en donde sólo hay apariencia. Mientras la soberbia es concéntrica, la vanidad es excéntrica. La primera tiene su centro de gravedad dentro, en los territorios más profundos de la arqueología íntima. La segunda es más periférica, se instala en los aledaños de la ciudadela exterior. La soberbia es subterránea, la vanidad está en el pleamar del comportamiento. En la soberbia uno tiene una enfermedad en el modo de estimarse uno a sí mismo, en una pasión que tiene sus raíces en los sótanos de la personalidad, en donde brota el error por exceso de autonivel. En la vanidad, la estimación exagerada procede de fuera y se acrecienta del elogio, la adulación, el halago, la coba más o menos afectada y obsequiosa que lleva a dilatar alguna faceta externa y que de verdad tiene un fondo falso, porque no contempla más que un segmento de la conducta. En la soberbia y en la vanidad hay una sublevación del amor propio, que pide un reconocimiento general. La primera es más grave, porque se suele añadir la dificultad para descubrir los defectos personales en su justa medida y apreciar las cosas positivas que hay en los demás, al permanecer encerrado en su geografía ampulosa. Se pueden distinguir dos modalidades clínicas de la soberbia, entre las cuales cabe un espectro intermedio de formas soberbias. Una es la soberbia manifiesta, que es notarial y que se la registra a borbotones, con una claridad absoluta, lo cual suele ser poco frecuente. La otra es la soberbia enmascarada, que es la más habitual y que se camufla a soto voce por los entresijos de la forma de ser y que es más propia de las personas inteligentes y teniendo un sentido amplio y desparramado que asoma, se esconde, salta y bulle y revolotea por su geografía personal. ¿Cuales son estos síntomas? Voy a resumirlos esquemáticamente 1. Aire de suficiencia que refleja un bastarse a sí mismo y no necesitar de nadie. Engreimiento que esculpe y hace hierático el gesto y lleva al hábito altanero. 2. La borrachera de sí mismo tiene su génesis de una zona profunda e íntima, de donde se elabora esa superioridad. Las manifestaciones más relevantes son: susceptibilidad casi enfermiza para cualquier crítica con un cierto fundamento; gran dificultad para pasar desapercibido; tendencia a hablar siempre de sí mismo, si éste no es el tema central de conversación, enseguida decae su interés en la participación y el diálogo con los demás; desprecio olímpico hacia cualquier persona que aflore en su cercanía y de la que se pueda oir alguna alabanza. Esta embriaguez puede disfrazarse de los más variados ropajes. 3. La soberbia entorpece y debilita cualquier relación amorosa. Cuando alguien tiene un amor desordenado a sí mismo como el descrito, es difícil darse a otra persona y poner la afectividad y todos sus ingredientes para que esa relación se consolide. Esto hace casi imposible la convivencia, volviéndola insufrible, pues reclama pleitesía, sumisión, acatamiento y hasta servilismo. Lo contrario de la soberbia es la humildad. Todo el edificio de la persona equilibrada se basa en una mezcla de humildad y autoestima. La una no está reñida con la otra. Una persona que reconoce sus defectos y lucha por combatirlos y a la vez, tiene confianza y seguridad en sus posibilidades. Entre la soberbia, el orgullo y la vanidad hay grados, matices, vertientes y cruzamientos recíprocos. Por esos linderos se suele acabar en el narcisismo, patrón de conducta presidido por el complejo de superioridad, la necesidad enfermiza de reconocimiento de sus valías por parte de la gente del entorno y la permanente auto contemplación gustosa. Sólo el amor puede cambiar el corazón de una persona. Cuando hay madurez, uno sabe relativizar la propia importancia, ni se hunde en los defectos ni se exalta en los logros. Y a la vez, sabe detenerse en todo lo positivo que observa en los que le rodean. Saber mirar es saber amar. P ARA las almas de los faraones, los arqueólogos qué son, ¿bárbaros o redentores? He venido a Turín con la ilusión de entrar en el museo egipcio, uno de los pocos que quedan tal como nacieron, decimonónicos, polvorientos, pero ahora sé que mis obligaciones no van a permitirme ni asomarme a la puerta, y que volveré a Madrid sin haber visto el Libro de los Muertos. Muy bien, no importa. ¿Para qué querría yo ver tal libro, sumarme a la larga y silente columna de profanadores? ¿Para contar luego mis impresiones? ¿Para sumar experiencia y conocimiento? Mejor sería contar una conferencia que escuché en Madrid, en la Real Acade- LOS BÁRBAROS AGUSTÍN CEREZALES Escritor mia de la Historia, perteneciente al ciclo Tópicos y realidades de la Edad Media Llegué tarde, cansado, a una sala abarrotada; me instalé en el fondo, desde donde sólo se oía la voz de don Luis García Montero, el conferenciante, y entre las nieblas del sueño y la febrícula gripal alcancé noticia de unas vidas del siglo IV, las de Melania y su marido, dos jóvenes inmensamente ricos, pertenecientes a la nobleza imperial romana. A la muerte de su primer y único hijo, deciden abrazar la castidad, vender sus bienes, fundar monasterios, salvar su alma, en definitiva, renunciando al mundo, a la perspectiva histórica. Sus posesiones, que se repar- tían por toda Italia, Sicilia, África, Hispania y las Galias, quedan desmembradas. No es el único ejemplo. Si no he entendido mal, la tesis de don Luis García Montero es que los bárbaros no se bastaron, no nos bastamos solos para acabar con el Imperio, sino que fueron los propios romanos, corrompida su lucidez, poseídos por la utopía cristiana, quienes se arrugaron hacia dentro, hacia la individualidad desintegrada de la patria, atrayendo así, ejerciendo la succión de los ribereños aculturados, de los llamados bárbaros, hacia el corazón de la urbe. ¿Cabe hacer algún paralelismo con la situación actual? Supongo que, como siempre tratándose de coordenadas históricas, todos y ninguno.

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