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ABC MADRID 16-08-2000 página 78
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  • EdiciónABC, MADRID
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78 MIÉRCOLES 16- 8- 2000 ABC gente de verano Relato de Juan Manuel de Prada Pulp FiGtion (IV) En medio de un ambiente de excitación y expectativa un numeroso público espera ver la actuación del hipnotizador Bela Daninsky, quien actúa para un programa de televisión en el que demuestra sus poderes especiales. Adela, la esposa del protagonista, esta apunto de ser presa de las dotes de este sugestionador que suscitará un comportamiento escandaloso y bastante impropio en la conservadora mujer extender su brazo de estibador, señalándome con el índice, deduje que me estaba retando- Todavía no ha nacido el macho que me dé órdenes. Volvió a fijar su mirada sanguínea sobre mí, y noté que las rodillas me QojeabEtn y que los párpados me descendíein, como persianas bautizadas de cloroformo. Adela se empezaba a recoger la combinación en un acordeón de arrugas, y el regidor o técnico de sonido, atento a las variaciones de la temperatiu- a, sustituyó Rimsky- Korsakov por Joe Cocker. Bárbara, por el contrario, acababa de incorporarse del suelo, y se cubría con una mezcla de escándalo y pudibundez, conteniéndose a duras penas los senos en él escote de su vestidito. Cecilia, la productora del bodrio, se relamía, apostada detrás de las cámaras, y calculaba el incremento de audiencia que aquel espectáculo de imprevista degradación le reportaría. Exasperado, grité: -Mire, Daninsky, como no intemraipa el numerito le juro por la leche que mamé que lo abro en canal y luego hago con su sangre, morcillas. La rotimdidad de mis improperios obligó a recapacitar al hipnotizador. Adela ya se alzaba la combinación hasta más arriba del ombligo cuando Daninsky le acercó la vela al rostro, ordenándole que fijara la vista en la llama, mientras la movía solemnemente de izquierda a derecha. A mis espaldas, el público se levantaba para escupirme su desprecio: -Miserable aguafiestas. Merecería ir a la cárcel por perturbeír la abuelita, que le transparentael trabajo de un profesional del ba unas bragas acorazadas y orprestigio de Daninsky. topédicas. El público cerril estaLas quejas alcanzaban el estrélló en una carcajada unísona y pito de un motín. Daninsky aplarechinante, y se golpeaba las rocó a la turba teleadicta con adedillas, en señal de alborozo y fruimanes sacerdotales y engoló la ción. Adela, entretanto, ajena al voz: escrutinio de las cámaras que di- -Mesdcimes et messieurs: ya vulgaban su ridículo por toda la han escuchado al caballero. No, provincia, evolucionaba: sobre el le importa privamos del arte de escenario, dando saltitos de gallina clueca, en una especie de parodia la hipnosis y desgraciar este honorable programa con tal de satisfacer artrítica de la danza de Salomé. El regidor o técnico de sonido, que sus estúpidos prejuicios machistas. Así pues, señora Jamona- -seguía contemplaba con pasmo el numerito desde su cabina acristalada, ameni- desvirtuando el apellido de Adela, con intenciones inequívocamente zó el baile con el primer movimiento de la suite sinfónica Scherezade, de denigrantes- hemos de interrumpir el experimento. -Aquí el irrespeRimsky- Korsakov. Adela, que había estudiado ballet en la remota adoles- table público se confabuló en un ¡ohhh! que evidenciaba su desilucencia, prociu- aba ajustar sus brincos a los avatares de la música; sus sión- ¡Le ordeno que despierte! senos, estrangulados por la combinación, temblaban comoflanesperpleAdela parpadeó, como vm pajariUo desorientado; la palidez de su rosjos. Bárbara, entretanto, se había derrumbado de bruces sobre el escena- tro, del color del requesón, me alarmó, pero enseguida comenzó a fluir rio, víctima de im soponcio; como sus senos eran más reseñables que los por sus venas la sangre reparadora. También Bárbara pugnaba por de mi esposa, amortiguó su caída y no hubo que lamentar ninguna desasirse de los últimos efluvios de la hipnosis; inexplicablemente, al costUla rota. Las carcajadas del público ya empezabain a degenerar en verse embutida en aquel vestidito mínimo y prostibulario que unos retortijones de epilepsia. pocos minutos antes le había servido para impartir lecciones de anato- ¡Basta, Daninsky! ¡No permita que mi mujer haga el mamarracho mía, se ruborizó, y corrió a cubrirse con el abrigo de monja ursulina de de esa manera! ¡Deténgala! -grité, más acongojado que rabioso. mi esposa. Daninsky la amonestó: El doctor Bela Daninsky acogió mis súplicas con una sonrisa cínica; ¿Puede saberse qué haces, Bárbara? ¡Devuelve inmediatamente el sus labios se oscurecieron con una tonalidad ávida, casi escarlata. El abrigo a la señora! público me dirigía vituperios y abucheos y palabras gruesas, rencoroso Con pucheros accedió Bárbara a desprenderse del abrigo, que Adela por haber interrumpido su solaz. se echó sobre los hombros, sin molestarse en disimular su disgusto. ¿Es que no me oye? ¡Dígale a mi esposa que deje de hacer el oso Entre el barullo o desbandada general, Cecüia, la productora del bodrio, hormiguero! ordenó suspender la emisión y entretener a la audiencia con unos víAdela proseguía su danza, incorporando algunos detalles de sensuali- deos pornográficos que tenía reservados para las madrugadas del fin de dad picarona: contoneaba las caderas, se masajeaba los pechos, amena- semana. Abriéndome paso a codazos, logré sacar a Adela del plato; si el zaba con alzarse la combinación y volvía la espalda al público, con aturuUamiento de la situación no me lo hubiese impedido, habría repaartimañas propias del club más sórdido de los arrabales. Repetía ima y rado en que sus movimientos eran un poco descocados o sinuosos, como otra vez los mismos pasos, con esa estérü tenacidad de los animalíUos de tigresa en celo. El doctor Bela Daninsky asistía a nuestra retirada en atrapados en su jaula. Algunos salidorros comenzaron a reclamar el actitud divertida; su mirada, irónica e impía a la vez, parecía poseída de desnudo integral. im salvoconducto que le permitía penetrar los secretos más inconfesa ¡Un momento. amigo! -me contestó Daninsky. Por. su. manera, de bles, incluidos los que urdimos en las horas entregadas al sueño dela escuchaba la melopea del doctor Bela Daninsky, que la invitaba a sumirse en un abandono voluptuoso. Pasados un par de minutos, su respiración cobró una cadencia fatigada y aparatosa, como de motor diesel, señal de que había entrado en la fase de sueño profundo. La luz del reflector y los focos halógenos añadía a su piel una tonalidad de escayola. -Bien, señora Tarugo. Hemos alcanzado el trance. Ahora, voy a contar hasta diez. Cuando termine, usted tendrá absoluta libertad para conducir su mente por los derroteros que más le plazca. A medida que Daninsky desgranaba su retahila de números, los rasgos de Adela se iban poblando de huesos salientes y venas rígidas. Algo parecido le ocurría a Bárbara al otro extremo del escenario, como si entre ambas se estuviese entablando una transfusión de sus almas. ¡Y diez! -concluyó Daninsky. El público, que hasta entonces había guardado im süencio reverencial, desató sus cuchicheos. Adela, con esa prontitud un tanto agarrotada de los sonámbulos, se despojó de su abrigo de monja ursulina y acto seguido, tras im forcejeo con cremalleras y corchetes, hizo lo propio con el vestido. Un bochorno grávido como el planeta se desplomó sobre mí, al contemplarla, errática y desvalida, sobre el escenario, mostrándose en paños menores, con su combinación heredada de A 3 H 3 c V C

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