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ABC MADRID 13-08-2000 página 74
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ABC MADRID 13-08-2000 página 74

  • EdiciónABC, MADRID
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74 DOMINGO 13- 8- 2000 ABC gente de verano Relato de Juan Manuel de Prada PULP FIGTION (I) Juan Manuel de Prada, uno de los autores más pujantes con que cuenta en la actualidad la lengua española, ofrece hoy el primer capítulo de un cuento de tono disparatado y surrealista, con un fondo que sugiere el gusto de las películas de serie B o los cómics (de ahí el título, Pulp Fiction Este relato cierra la serie que ABC ha ofrecido a sus lectores en Gente de verano rimero me asaltó ima intuición brusca, después la sospecha se fue abriendo camino entre los vericuetos de la somnolencia, ya por último la certidumbre se apoderó de mis sentidos, mezclada de perplejidad y pavor. Aquella mujer que me tendía, risueña y oferente, una bandeja con el desayxmo no era Adela, avmque sus facciones testimoniasen lo contrario. Perduraban en eUa la nariz jvidaica, la boca ancha y quizá demasiado despreocupada, la frente donde ya se agolpaban las primeras arrugas, la melena rubia y un poco calcinada, pero el olor que impregnaba su cuerpo no era el mismo (apestaba a vm perfume calenturiento y chabacano) y su vestidito, que calificaré de descocado, contrariaba los hábitos indumentarios de mi esposa, demasiado proclives a la mojigatería. Quince años de viPconvivencia marital me habían inculcado un conocimiento minuciol o de sus hábitos y preferencias: cuando descubrí, a la luz dudosa del amanecer, que la impostora Uevaba ropa interior negra (al inclinarse para tenderme la bandeja, atisbé las pimtillas de su sostén) de la que Adela siempre había abominado por parecerle en exceso fúnebre o perversa, pegué un respingo. ¿A qué se deben estas atenciones, Adela? -pregunté, acuciado por el desasosiego- Tú jamás me habías j Jraído el desayuno a la. cama. -Anda, anda, no digas tonterías- me atajó la impostora, manteniendo ima sonrisa impávida que trataba, en vano, de sobreponerse a mis sospechas- Llevo haciéndolo toda la vida. La observé de cerca, y fui hallando otros detalles incongruentes con la verdadera Adela, que siempre había desdeñado los excesos del maquillaje y la manicura: el rímel apelmazaba sus pestañas y un esmalte carmesí incendiaba sus uñas larguísimas. Recordé, con una especie de pavor retrospectivo, aquellas películas casposas de ciencia- ñcción n que tantas noches de zozobra incorporaron a mi adolescencia; aquellas películas en las que, invariablemente, los marcianos robaban el cuerpo de los terrícolas, convirtiéndolos en autómatas desprovistos de alma. Miré con aprensión debajo de la cama, esperando hallar la vaina, todavía rezumante de viscosidades, que hubiese servido de placenta al mar- ciano que había usurpado el cuerpo de Adela. ¿Puede saberse qué demonios te pasa, pitufito? La sangre que hasta ese momento fluía perezosamente por mis venas se detuvo, paralizada por im unánime horror. En quince años de rutina conyugal, Adela jamás me había interpelado con carantoñas y diminutivos zalame 3 íros, ni siquiera durante los meses que amueblaron nuestro noviazgo respetuoso de la castidad (y no me quejo de eUo, la consumación resulta infinitamente menos entretenida que el circunloquio) Esta reticencia congénita a las efusiones amorosas se había agravado con el paso de los años, desembocando en ese páramo de plácida indiferencia mutua por el que discurren la mayoría de los matrimonios. Confesaré- que, mientras dormía, la imaginación solía disparárseme, y a veces soñaba con ima Adela menos pudibimda, menos sujeta a los impedimentos de la virtud, más cachondona, para entendernos. Una Adela que me llevase el desayuno a lá cama, me embriagase con perfumes calenturientos y chabacanos, me mostrase por el escote las pimti- a s de su sostén y me interpelase con diminutivos zalameros. Aquella misma noche, sin ir más lejos, había soñado con una mujer de estas características; pero me dolía como vma afrenta que esa ensoñación que yocreía secreta P hubiese contaminado la realidad. Me pellizqué im brazo, para corroborar que estaba despierto. ¿Es que no vas a contarle a tu cuchicuchi lo que te pasa? -me apremió la impostora- ¿No será que ya no te gusto? Alargaba las palabras con un ronroneo de gata en celo que amüaba mi volimtad. Había depositado la bandeja en la mesUla y se inclinaba sobre mí; las vaharadas de su perfume calenturiento y chabacano adquirieron entonces im espesor camal. Traté de escabullirme de aquella avalancha mamífera que se me venía encima. ¿Desde cuándo te rocías con pa x, chulí? Echas vma peste que no hay cristiano que la aguante. Haz el fa vor de abrir la ventana para que se ventUe la habitación. La impostora se retrajo como un caracol en su concha, herida en la viscera del orgullo. Se compuso el escote con dignidad ofendida; sus dedos, rematados por aquellas uñas esmaltadas de im rojo incendiario, tenían algo de garras que arañan y apresan. Imaginé, en un acceso de debilidad, los placenteros desgarrones que esas uñas habrían dejado en mi piel, a poco que yo me hubiese dejado querer, pero no tardé en reponerme: -Ignoro cómo ha Uegado usted a tomar posesión del cuerpo de mi esposa, señorita- dije, en un tono pomposamente admonitorio- Pero si de algo estoy seguro es de que usted no es la verdadera Adela. O se marcha ahora mismo de esta casa, o Uamo a la policía. La sonrisa impávida de la impostora se le quedó atrapada en la comisura de sus labios. Confesaré que, en. un rapto de inverosímil voluptuosidad, hubiese querido ser ensalivado por aquellos labios opulentos (tan distintos de los labios adustos de mi añorada Adela) y mordido por los dientes depredadores que eiicubrían. ¿Pero te has vuelto loco o qué te pasa? -me inquirió la impostora, que fingía im legítimo enojo- ¿De dónde te has sacado todos esos disparates? Siempre fuiste un paranoico, pero jamás pensé que llegarías a desvariar de esta manera. Me incorporé de la cama, tapándome con las sábanas una de esas erecciones matutinas, tan infrecuentes como los años bisiestos, que siempre se obstinan en aparecer en los momentos menos indicados. Hice vm ademán imperioso con el dedo índice: -Largúese, señorita, no me obligue a adoptar medidas de fuerza- Aquí la impostora dejó asomar una lengua de humedades recónditas; quizá se relamiese, anticipando medidas de fuerza que incluyeran forcejeos y restregones en postura decúbito prono o supino- Llevo demasiado tiempo conviviendo con mi esposa para que ahora venga una guarrindonga cualquiera, amparándose en su parecido físico, a suplantarla. La impostora fnmció los labios en un mohín de infinita tristeza o infinito desaliento: -Te estás pasando de la raya con tu bromita- murmiuró- Llama a la policía si quieres terminar en el manicomio. ¿No será que la sesión hipnótica del doctor Bela Daninsky te ha dejado transtomado? El doctor Bela Daninsky... ¿Cómo podía haberlo olvidado? Antes de expulsar á la impostora con cajas destempladas, intenté reconstruir los acontecimientos de la noche última, coronados con aquel enfrentamiento desabrido y tumultuoso con el embaucador de Daninsky.

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