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ABC MADRID 01-07-1989 página 60
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ABC MADRID 01-07-1989 página 60

  • EdiciónABC, MADRID
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VIH ABC los griegos, el mundo estaba rodeado y encerrado por un río, Océano. Para mí, el río que circunda la Tierra es el Ganges, con cuyo fluir comienzan Los misterios de la jungla negra de Salgari, el primer libro que leí, destinado por tanto a permanecer en cierto modo como el Libro, el encuentro con la palabra que contiene o inventa al mismo tiempo la realidad. A decir verdad, comencé a leer ABC la segunda parte cuando Tremal Naik, obligado a seguir a los thugs para liberar a su amada Ada, finge ponerse al servicio de los ingleses bajo el nombre de Saranguy; tenía poco más de seis años y apenas había empezado a leer. La primera parte me la leyó mi tía María, un poco cada día, cuando todavía no sabía descifrar el alfabeto. Así, pues, aprendí a leer con Salgari, y además las aventuras de Kammamuri y del tigre Dharma están unidas a la voz que me las leía, atraído por la historia e indiferente al autor. En aquel momento desconocía incluso que hubiera un autor, no sabía que una historia tuviese necesidad de éste, estaba convencido de que las historias nacían por sí solas, que los hombres, escritores o no, sólo tenían que repetirlas y transmitirlas. Desde entonces, siempre he pensado que en cierto modo la literatura, en su esencia, es un cuento oral, anónimo. Seguramente sería mejor si no existieran los autores, o al menos no se identificaran, si siempre estuvieran muertos- como dijo una vez una niña de Grado a Biagio Marín- u obligados al anonimato o en paradero desconcido. I X E la fantasía adolescente e í 3 improbable de Salgari aprendí el amor a la realidad, el sentido de la unidad de la vida y la familiaridad con la variedad de pueblos, civilizaciones, razas, usos y costumbres, diversos pero vividos como distintas manifestaciones de lo universal humano. También aprendí que los escritores nos hacen ver el mundo fuera de su propia convicción porque de Salgan no tomé el furor guerrero que en los años veinte le dio cierta fama sino un sentido de igualdad fraternal de todos los pueblos de la Tierra, así como Kipling, más tarde- además del misterio y la épica- me haría amar más a los elefantes y los templos indios que a la corona de la reina Victoria. Quizá Salgari, con sus hipérboles, con las que ya entonces nos reíamos, y sus enormes zafiros del tamaño de una nuez, nos enseñó a mí y a mis amigos que es posible reírse de lo que se ama, pero sin el arrogante escarnio que destruye el amor, sino con esa alegre y cariñosa participación que lo intensifica. Como Karl May, su equivalente alemán, revelaba a Turnest Bloch, Salgari nos mostraba que la aventura del espíritu es el viaje del individuo, que efectúa su salida, encuentra algo diverso, extranjero, y se convierte en él mismo en este encuentro que le ofrece el mundo familiar. Este camino fue seguido por muchos otros, Dumas, London, Stevenson. Junto a Salgari había muchos libros, cuya lista es mi carnet de identidad. Los libros de perros de mi padre, apasionado veterinario, los cuales leía y compendiaba; una enciclopedia- creo que era la Labor, de la que copiaba, quién sabe por qué, la lista de los tratados de Francia y España firmados durante varios siglos, árida y atractiva secuencCia de simples nombres, Tratado de Oviedo, de Pamplona, de Perpiñán. Creo que fue en este acto de copiar donde se reveló esa pasión compiladora, ese deseo de or- 1 juIio- 1989 Los libros denar y clasificar la realidad que más tarde me indujo a estudir las obras de Musil y Svevo, esa importante literatura que intenta catalogar la vida y muestra cómo esta última huye de las redes de toda clasificación, que sin embargo sólo deja ver su sentido anárquico e isondable a quien trata de reducirla al orden. año después, pasando horas en ia trastienda de una librería triestina, cuyo propietario siempre llevaba una boina, fisgaba entre los volúmenes publicados cuarenta o cincuenta años antes, epecialmente la biblioteca dei popoli que en 1911 entusiasmó a Slatápet: el Majabaratá, el Ramayaná sánscrito, el Kaleva finlandés, más tarde Edda, La canción de los nibelungos, las sagas noruegas, los grandes poemas épicos que narran la creación del mundo, la lucha entre el bien y el mal y los valores de una civilización. Herder, el gran iluminista protorromántico amigo de Goethe, y por ello calumniado con frecuencia, me enseñaba a ver en la literatura y sobre todo en las grandes epopeyas nacionales, la historiografía de la humanidad. De la que cada nación, como cada hoja de un árbol, es un momento significativo. Empezaba a entender que para escuchar las voces de ese espíritu sobre las aguas era necesaria la más rigurosa y exacta filología, de la que encontraba- en las traducciones, en las notas, en los comentarios- ejemplos gloriosos. Había tanto arte de aficionados en aquellas lecturas realizadas sin conocer el texto original, pero también éramos conscientes de esa afición, premisa necesaria para distinguir en la ciencia su honesta divulgación de su falsificadora vulgarización. Aprendí entonces a leer la Crítica de la razón pura o un manual bien hecho, que no espera sustituir a Kant, a no leer esos pretenciosos volúmenes que- más complicados que el propio Kant y menos rigurosos que el manual- intentan que el lector aprenda algo esencial, confeccionado en cien páginas, evitando el cansancio y olvidando la humildad de quien es consciente de lo poco que sabe. i STOS textos me daban el f sentido de la historia y del valor que la transciende, aunque descendiendo y existiendo en ella, superando el tiempo pero viviendo el tiempo, como el Verbo que se hace carne. En este momento debería hablar de los libros que me han dejado una huella absoluta, que se han convertido en el modo mismo de sentir el mundo y j i

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