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ABC MADRID 04-03-1989 página 56
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ABC MADRID 04-03-1989 página 56

  • EdiciónABC, MADRID
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VIH ABC ABC 4 marzo- 1989 L ondinense y viajero, periodista y experto en arte, Bruce Chatwin es, para la crítica anglosajona, uno de los escritores más complejos e innovadores de la narrativa contemporánea. Muerto hace unas- semanas, a los cuarenta años, cuando ultimaba una comedia musical sobre Rimbaud, la atractiva personalidad de Chatwin fue tal vez la mayor de sus creaciones. Impenitente a. explorador de terrenos narrativos, el autor dio su última lección sobre el arte de escribir con Utz, una novela sobre la fascinación del hombre hacia la belleza, que muy pronto la editorial Muchnik lanzará en España, y cuyo comienzo publicamos a continuación con puntilloso esmero. Un manto de claveles blancos cubría el ataúd de roble... aunque no había previsto la corona de vulgaridad bolchevique que te habían plantado encima: poinsettias rojas, gladiolos rojos, una cinta de raso rojo y una cenefa de hojas relucientes de laurel. Una tarjeta expresaba las condolencias ¿a quién? del director del museo Rodplphinum y su personal. Orlík añadió su modesto tributo. Un segundo Tatra trajo a los tres portaféretros restantes. Estos se habían apretujado en el asiento delantero junto al chófer, mientras en el asiento de atrás viajaba una mujer solitaria vestida de luto, con el velo negro. empapado por las lágrimas. Puesto que ninguno de los hombres se mostró dispuesto a ayudarla, ella abrió la- portezuela y, estremecida por la aflicción, estuvo a punto de caer sobre los adoquines enlodados. Una hora ant i É N A hora antes del amanecer mJ d e l día 7 de m a r z o de 1974, Kaspar Joachim Utz murió víctima de un segundo y largamente esperado derrame cerebral, en su apartamento del número 5 de la calle Siroká, desde el que se veía el viejo cementerio judío de Praga. Tres días después, a las siete cuarenta y cinco, su amigo el doctor Václav Orlík aguardaba la llegada del coche fúnebre frente a la iglesia de San Segismundo, empuñando siete de los diez claveles rosados que había anhelado poder pagar a la florista. Observaba complacido las primeras señales de la primavera. En un jardín situado al otro lado de la calle, las cornejas que llevaban ramitas en el pico revoloteaban sobre los tilos, y de cuando en cuando se desprendía una pequeña avalancha de las tejas árabes de una casa de la vecindad. Mientras Orlík esperaba, se aproximó a él un hombre cuya melena gris cubría con creces el cuello de su gabardina. ¿Toca usted el órgano? -preguntó el hombre con voz gangosa. -M é temo que no- respondió Yo tampoco- dijo el hombre, y se alejó con paso cansino por un callejón transversal. A las siete cincuenta y siete, el mismo individuo descorrió desde dentro el cerrojo de las inmensas puertas barrocas de la iglesia. Sin saludar siquiera a Orlík con una inclinación de cabeza, se encaramó a la plataforma del órgano y, después de sentarse en medio del coro de ángeles dé madera dorada que simutabari soplar sus trompetas, empezó a interpretar una marcha fúnebre compuesta por los dos acordes sonocos que había aprendido el día anterior. Su maestro había sido el organista, que era demasiado holgazán para levantarse a esa hora, y que había hallado un sustituto en el bedel. El coche fúnebre- u n Tatra 603 se detuvo a las ocho frente a la escalinata. Para apartar la atención del pueblo de los retrógrados ritos cristianos, las autoridades habían decretado que todos los bautizos, codas y funerales debían concluir antes de las ocho treinta. Tres de ios portaféretros se apearon y abrieron la puerta trasera, ayudándose los unos a los otros. Utz había planeado su funeral Kr AS partes laterales de sus zapatos estaban rasgadas para aliviar la presión sobre los juanetes. Al reconocer a Marta, la fiel criada de. Utz, Orlík corrió a auxiliaría, y ella se desplomó contra su hombro y se dejó escoltar. Cuando Orlík intentó aliviarla del peso de su maletín; marrón de cuero imitación, ella se lo. arrebató. Los portaféretros- empleados de una fábrica de caucho qué trabajan en el Jumo de noche y que durante el día reemplazaban al sepulturer o- habían cargado el ataúd sobre sus hombros y avanzaban por la nave mayor, con un compás que le. se mordía ansiosamente las uñas. recordaba a Orlík la marcha de los Depositaron el ataúd en el suelo soldados en un desfile con una demostración de hondo A mitad de trayecto rumbo al al- respeto. Luego, atraídos por el arotar, la procesión tropezó con la mu- ma de pan caliente que llegaba jer de la limpieza que, equipada con desde una panadería situada calle jabón, agua y un cepillo, fregaba el abajo, se fueron a tomar; el desayublasón: de la familia rozmberk, tara- no y dejaron a Orlík y a la fiel Marta ceado en el suelo con incrustacio- cpmo únicos miembros de la comitiva fúnebre. nes de- mármoles multicolores. Et primer portaféretro le pidió a la, El sacerdote musitaba las oraciomujer, muy amablemente, que deja- nes a a velocidad dé un número de ra pasar el ataúd. Ella frunció el claque y, de cuando en cuando, alzaba la vista en dirección a un fresceño y. siguió fregando. A los portaféretros no les quedó co de las alturas celestiales. Desotra alternativa que girar a la iz- pués de encomendar el alma del diquierda entre dos hileras de ban- funto, debieron esperar por lo cos, a la derecha por la nave late- menos diez minutos hasta que los ral, y nuevamente a la derecha para portaféretros se dignaron reaparealudir el pulpito. Finalmente se detu- cer a las ocho veintiséis. vieron frente al altar, donde un cura En el cementerio, donde casi se más bien joven, con manchas de había derretido la nieve, el cura, vino sacramental en el sobrepelliz, aunque ainpado en un grueso abri- go, de sarga, empezó a sufrir un ataque de escalofríos. Apenas habían terminado de. bajar el ataúd al hoyo, cuando empezó a empujar a la gimiente Marta, por las paletillas, ea dirección a la limousine que la aguardaba. Rechazó la invitación de Orlík para desayunar en el hotel Bristol. En la esquina de la calle Jungmannova le gritó al chófer para pedirle que detuviera la marcha, y saltó del coche dando un portazo. TZ había organizado, y pagado, aquel desayuno dé despedida. Un olor acre de desinfectamente fluía por el comedor. Las sillas estaban apiladas sobre la mesa, y otras mujeres de la íimpieza restregaban los restos de un banquete que se había celebrado la noche anterior en honor de los ex- Ü

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