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ABC MADRID 16-05-1987 página 52
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ABC MADRID 16-05-1987 página 52

  • EdiciónABC, MADRID
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VIH ABC ABC nrcrarío 16 mayo- 1987 E L jueves, a las ocho en punto de la mañana, debía pcesentarme en la estancia de don Juan Pees, en la zona de Pardo, para dejar concluida una venta de Hacienda, la primera operación importante que iba a llevar á la casa de consignaciones y remates, de la ciudad de Rauch, en que trabajaba. En diciembre de 1929 yo había conseguido el empleo y si al año me mantenía en él, quizá debiera atribuir el hecho a la estima que los miembros de la firma profesaban por mis mayores. A la hora del desayuno, el miércoles, hablamos de mi viaje del día siguiente. Mi madre aseguró que yo no podía faltar a la cita, aunque el jueves fuera Navidad. Para evitar cualquier pretexto de postergación mi padre me prestó el automóvil: un Nash, doble- faetón, su hijo preferido como decíamos en casa. Sin duda, no querían que yo perdiera el negocio, por la comisión, una suma considerable, y porque si lo perdía podía muy bien quedarme sin empleo. La crisis apretaba; ya se hablaba de los desocupados. Aparte de todo eso, quizá pensaran que por golpes de suerte, como la venta de vacas a Pees, y por las continuas salidas al campo, que rompían la rutina del escritorio, yo le tomaría el gusto al trabajo. Les parecía peligroso que un joven dispusiera de tiempo libre; desconfiaban de mis excesivas lecturas y de las consiguientes ¡deas raras. En cuanto llegué al escritorio hablé del asunto. Los miembros de la firma y el contador opinaron que don Juan, al citarme, probablemen te no recordó que el jueves caía et 25, pero también dijeron que si yo no quería perder la venta me presentara el día fijado. Hombre de una sola palabra, don Juan era muy capaz de renunciar a un negocio, por beneficioso que fuera, si la otre parte no cumplía en todos sus detalles lo convenido. Uno de los miembros de la firma comentó: -Pongamos por caso que se pierda la operación por culpa tuya. Mantenerte en el puesto sería un mal precedente. -Por mí no se va a perder- repliqué. Desde que disponía del Nash, por nada hubiera renunciado al viaje. Para empezarlo a lo grande almorcé en el hotel. A los comensales nos agrupó la patraña en un extremo de una larga mesa. Entre todos llegaríamos a la media docena: un señor maduro, tres o cuatro viajantes y yo. Al señor maduro lo llamaban el señor pasajero. Desde un principio lo tomé entre ojos. Una mansedumbre exagerada, que recordaba las de ciertas imágenes de santos. Lo consideré hipócrita y, para que no ocupara el centro de la atención, me puse a botaratear sobre mi negocio con don Juan. Dije: Encuentro -Mañana cerramos trato. -Mañana es Navidad- observó el señor pasajero. ¿Qué hay con eso? -dije. -E l campo de don Juan queda en Pardo- dijo o preguntó uno de los viajantes. -E n Pardo. -S i vas en auto, por Cachan te conviene largarte ahora- dijo el viajante y con un vago ademán señaló la ventana. Entonces oí la lluvia, y la vi. Llovía a cántaros. -Dentro de un rato por ese camino no pasa nadie. Te juro: ni un alma. Me dejé estar, porque no me gusta que me den órdenes. Siempre me tuve fe para manejar en el barro, pero soplaba viento del Este, como el que te espera, más vale no estar solo. ¿Porqué? -U n camino maldito. Puede pa sar cualquier cosa. Antes que lo llamaran, mi compañero de viaje apareció. Dijo con su voz inconfundible: -Me llamo Swerberg. Si quiere le ayudo a colocar las cadenas. Quién le dijo que yo iba a ponerlas murmuré con fastidio. Sacudiendo la cabeza, busqué en la caja de herramientas las cadenas y el criquet, y me avoqué al trabajo. nos reuniéramos el 25 para dejar concluida una operación de venta de ganado. ¿Q u é me está sugiriendo? -pregunté- ¿Que mi negocio con don Juan no es más que una mentira, un invento para darme importancia, o para conseguir un auto prestado y salir de paseo? Lindo paseo. -N o pensé que mintiera. De todos modos le aclaro que no es tan fácil distinguir la verdad y la menti- quizá lloviera mucho y si no quería que la noche me agarrara en el camino, lo mejor era salir cuanto antes. -M e voy- dije. Mientras me ponía el encerado, la patrona se acercó y dijo: -U n señor me pidió que te pregunte si no sería mucha molestia llevarlo. ¿Quién? -pregunté. Previsiblemente contestó: -E l señor pasajero. -De acuerdo- dije. -M e alegro. Es hombre raro, pero de mucho roce, y en un viaje -M e arreglo solo- contesté. Minutos después emprendimos viaje. El camino estaba pesado, los pantanos abundaban y la mucha labia de mi compañero me irritó. De tanto en tanto me veía obligado a contestarle, y yo quería volcar mi atención en la huella, de la que no debía salir. Una serie de pantanos como la que teníamos por delante aburre, hasta cansa y en el primer descuido lo lleva a uno a cometer errores. Desde luego el señor pasajero hablaba de la Navidad y del hecho, para él poco menos que impensable, de que don Juan y yo ra. Con el tiempo, muchas mentiras se convierten en verdades. -N o me gusta lo que dice- repliqué. -Siente mucho- contestó. -Siento mucho, pero da a entender que miento. Una mentira siempre es una mentira. Creo que el señor pasajero dijo por lo bajo: Ahí se equivoca. No presté atención. Me concentré en el manejo, en seguir la huella, en tercera velocidad, a marcha lenta. No tan lenta como para exponerme a que el motor se parara ante cualquier resistencia del camino. A una

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