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ABC MADRID 07-04-1987 página 65
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ABC MADRID 07-04-1987 página 65

  • EdiciónABC, MADRID
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MARTES 7- 4- 87 XXV ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE JUAN BELMONTE A B C 65 Juan Belmonte, de lejos UI amigo de Juan Belmonte, pero no tan íntimo y asiduo como otras gentes de letras; entre predecesores y coetáneos (Pérez de Ayala, Julio Camba, Luis Calvo, Edgar Neville... que la basaron en su inteligente relación. Fui, sí, desde hace demasiados años, su admirador entusiasta desde los tendidos de varias plazas. En mi infancia granadina le vi por vez primera de novillero en pareja con Curro Posada. El año 1914, en la feria de Almería, asistí a una actuación suya memorable, de las que muy pocas personas podían acordarse. En ella tuvo uno de los más prodigiosos alardes de su carrera. Comiendo en su finca de Sevilla, ya en los años 40, aludí a aquella corrida de Almería. Belmonte se volvió hacia mí, radiante de felicidad. ¿Tú viste la corrida del avión? ¡Cuéntales, cuéntales a éstos! Y tuve que referir aquella hazaña, olvidada quizá en la misma Almería, pero que, de haberse realizado en una plaza de primer orden, aún se estaría hablando de ella. Era moda sorprendente y obligada en aquellos años la exhibición de aviadores que pilotaban frágiles aparatos, que asombraban con la novedad dé aquella invención. Un aviador, en la mitad de una faena de Juan Belmonte, apareció en el cielo y sobrevoló diametralmente el ruedo. Todas ¡as miradas subieron hasta la gran novedad del, siglo, todavía adolescente. Belmonte quedó olvidado por unos instantes. Cuando el avión se perdía de vista, los espectadores devolvían la suya al matador. Juan, clavado delante de los mismos cuernos del toro y con la muleta caída, seguía, con la cabeza erguida, el alejamiento del bi plano sin considerar la inmediata situación de aquel morlaco de los de entonces. Ya se comprenderá que la plaza se viniera abajo aclamando al diestro, diestrísimo, que continuó, impávido, su interrumpida faena. La presencia de un testigo de aquel alarde me obligó con su alegría a relatar el lejano hecho, observado permanente en mi memoria. Después, y esto no es más que una pequeña vanidad personal, tuve que pasar de muleta a un becerrete que no tenía la altura de una mesa, con los cuernos todavía sin curvar, pero cuyo arranque producía un ruido violento y sus patas levantaban la arena de la placita. Costumbre era, o es, de los tentaderos animar a los invitados a dar algún lance. Hice lo que pude, una simulación de faena de muleta sin más inquietud que la de sentir a mi vuelta al burladero. Había perdido él aliento a pesar de creer que no había tenido miedo, lo que se dice miedo. Belmonte puso un telegrama a Madrid a Egar Neville, en el que decía: López Rubio se ha arrimado más que tú. No fue mucho realmente, pero aquello me hizo vivir en estado de vanidad durante unos días, aunque mi actuación no hubiese tenido mucha importancia. En los primeros años del siglo y míos en Andalucía, los chicos jugábamos al toro con astas de verdad. El fútbol había llegado muy relativametne hasta nuestras latitudes. Conocía las suertes, todas, del toreo y he visto lidiar toros a los primeros diestros que admiré tanto, como, ios hijos de Bienvenida y Manolete y a Bombita, Machaquito, Pastor, Gaona, Cocherito de Bilbao, Rafael el Gallo... e incluso vagamente tengo en la niebla de la memoria a Antonio Fuentes en una de sus últimas reapariciones. Después, muy breves encuentros personales y muchas corridas desde los tendidos y una admiración absoluta a aquel monstruo, Juan Belmonte, que cambió el rumbo de la tauromaquia. José LÓPEZ RUBIO de la Real Academia Española A Sevilla no le gustó su forma de morir La vida de Juan Belmonte acabó entre soledades. No había ningún Hemingway a su lado. Se cerraba su cátedra en Los Corales, frente a la peluquería Berro. (Un simple azulejo merecería que recordara la presencia del Pasmo de Triana allí. Si el toreo son gestos, Belmonte había representado el toreo racial, la venganza de un ser contrahecho- casi un minusválido, que diríamos ahora- un ser que tenía más genio que estatura y que asustaba al toro. Nació en Triana y acabó yéndose a vivir a ese arrabal trianero que son Los Remedios. Hoy, la calle Castilla es un mero recuerdo de derribos y solares que se llevaron por delante infinitos recuerdos belmontinos. Juan quiso morir entre las astas de un toro y hasta esa gloria le fue negada. Seguía ganando la partía José desde los cielos, desde su Alameda, desde su Macarena. Volvió Juan a desafiar al toro a solas en una estampa de Solana y el toro la respetó, era su triunfo y su castigo. Hay un drama escondido en esa suprema aventura belmontina que sigue pidiendo un romance, una novela que explique ya sin aleluyas ni ólés, con ún réquiem de Túrina. No tuvo demasiada suerte Juan con las mujeres. Remató su existencia en solitario, sin una mano femenina a su vera. ¡Ay si Juan hubiera hecho su esposa a la madre de Juanito! Ahí nació un drama que había de durar y atormentar toda una existencia. Drama del que yo hablé con tacto sutil con Juanito Belmonte Campoy, alguna vez en Senra trazos humanos que complementé con Miguelito el Potra, un dechado de amigo y todo un gran personaje del mundo del toro. Al entierro de Juan vino El Caña. Antonio Cañábate esperaba una Sevilla compungida y arrebatada de duelos. Su mente estaba aún en el recuerdo de Gallito y en clamores de la muerte de su cuñado Ignacio Sánchez Megías. Pero El Caña se encontró con esa Sevilla tan fina, pero tan fría que describiera don Miguel de Unamuno, como repetía Joaquín Romero Mürube. Juan no era ya el torero revolucionario. ¡Ay si lo llega a matar un toro en primavera! el monumento es ya parte de la faz de aquel barrio tan entrañable para mí y para mi familia. De todo ello da fe ese impar notario belmontista que es Luis Bollain. El entierro, en suma, desilusionó a Cañabate, y a mí me entristeció, teniendo que rezar más y mejor, para que el alma de Juan no se llevara los rojos toros de Gerión, del ol- El trabajito que me dio conseguir que se alzara en Triana un monumento a Juan Belmonte no es para dicho. Menos mal que tuve a mi lado al Boticario- -Aurelio Murillo, perpetuo adalid trianero- y a Manolo Vicedo, una juventud entregada a Sevilla y sacrificada en su vida entregada al toro del tiempo. (Juan Ignacio Luca de Tena, inolvidable patrón de Prensa Española, me animó siempre. Cuántas frialdades encontré en mi camino para hacer que fuera posible el monumento: A torero revolucionario, monumento revolucionario fue la frase que acuñé para platicar con la comisión artística que nos asesoró, presidida por Hernández Díaz, todo un portento de sevillanía y también trianero de nacimiento. Hoy vido y la pena, pena penilla pena. Estaba de luto esa fiesta nacional que durante más de dos siglos ha constituido la felicidad, del pueblo español. Habrá que estar aliquindo y con los encadenados de los Derechos del Hombre antitaurinos. Ya ni siquiera se acuerda la gente de Los derechos del toro que el inolvidable Martínez de León publicó en folletín en La Voz Me vienen a la memoria las palabras del maestro Ortega: Soy taurino a todo orgullo. ¡También estamos perdiendo su orgullo! Qué lejos y qué cerca está tu sepelio, Juan Belmonte, en esta Sevilla tan novelera como olvidadiza, tan mogigata como carnavalera en última instancia. J. C. LÓPEZ LOZANO

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