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ABC MADRID 24-08-1982 página 19
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ABC MADRID 24-08-1982 página 19

  • EdiciónABC, MADRID
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MARTES 24- 8- 82 A B C 19 Recuerdo y testimonio Por qué le llamaba Juanito Agustín de FIGUEROA Marqués de Santo Floro Acerca del gran hombre que fue Juan Liado se ha escrito mucho y con gran elogio: el que sin duda merece, pues en él concurrían una inteligencia excepcional, una infinita bondad y una vasta cultura. Entre los artículos publicados, una semblanza- -admirable por cierto- -de que es autor Luis Solana, me determina a tomar la pluma, a mi vez, para rendir un homenaje al amigo tan querido. A mí siempre me llamaron la atención- -dice Solana- -esos amigos suyos de siempre que le llamaban Juanito. Y no le falta razón. Tal vez no cuadrara el diminutivo a persona de tanto prestigio, de tan reconocida autoridad. Se ha hablado de Liado banquero, de Liado patriarca, dé Liado mecenas. Yo quisiera hablar de Juan Liado niño, adolescente. La infancia tiene una extraordinaria importancia en la vida de un hombre. Nunca nos encontrábamos él y yo sin hablar de Sigüenza, de los lejanos estíos en la ciudad mitrada, de aquella Sigüenza, cuna de nuestra amistad. Le recuerdo a los siete años, y también a los doce, y luego a tos dieciséis... Siempre muy cordial, muy afectuoso, pero de pocas palabras. Le recuerdo junto a su padre, don José Liado, gran abogado, hombre ecuánime, íntegro, uno de esos hombres a quienes se pide consejo en las horas difíciles. Una sólida y profunda amistad- -muy fomentada por el amor al liberalismo y la afición a la caza- -le unía a mi padre el conde y también al que había de ser mi suegro, don José Gamboa. Muy cerca de Juanito, su madre, doña Matilde, bondadosa en extremo y gran señora, y sus dos hermanas, como él inteligentes, estudiosas y pausadas. Al declinar la tarde, el regreso de los cazadores cargados de codornices era motivo de gran expectación y curiosidad. Volvían de las vegas de Estriégana, de Campisábalos, de Galve. Todavía los automóviles, muy escasos en España, causaban verdadero asombro. Tenía mi padre hacia Juanito Liado, que aún, dada su corta edad, no empuñaba una escopeta, decidida simpatía. Le llamaba mi querido morralero Y más tarde le oí decir del adolescente: Este chico tiene un talento extraordinario. ¡Qué brillante porvenir le espera! Y como la primera juventud no se caracteriza por un profundo En Sigüenza, bajo la fronda de la Alameda, ocupan un banco varios niños, compañeros de juegos. Entre ellos, Juan Liado (en segundo lugar) María y Mariano Pastor, Emilio Jiménez Ugarte (más tarde teniente general de Aviación) y María Gamboa (actual marquesa de Santo Floro) discernimiento, pensé yo, sin decírselo a nadie: ¡Qué raro ese, entusiasmo por un muchacho tan callado... Sin embargo, cada verano preguntaba a la que- -aún muy jovencita- -había de compartir mucho más tarde mi vida: -Y... ese chico, ¿no tg gusta? ¿Juanito? -se asombraba ella- Pero si es... ¡como mi hermano! De Juan Liado conseguí lo más imprevisto, lo más difícil que se pudiera esperar de él: que, tomara parte en alguna de lasr funciones benéficas que yo solía organizar en Sigüenza. Pasaron los años. Muchos. El mismo tema resurgía siempre entre nosotros. Se trataba de anécdotas pintorescas, de rincones desaparecidos, de nombres olvidados. ¿Y Sigüenza? Habrá cambiado. -Sí. ¿Quién lo duda? Es quizá más alegre, más amplia. Ofrece más comodidades. Pero ambos habíamos conocido el íntimo y especial encanto de una vieja ciudad, sin altavoces, sin motocicletas; la Sigüenza del barracón, de los farolillos venecianos, de la Banda Municipal, del sereno que aún cantaba jas horas... Juanito Liado se aislaba instintivamente. Paseaba solo, pensativo, bajo los olmos ocupados de la Alameda, sin incorporarse casi nunca a tas animadas tertulias de los quioscos. Y también cruzaba las arcaicas travesañas, camino del castillo, deteniéndose en rincones vetustos y plazuelas atractivas por sus casonas hidalgas. Porque Sigüenza es algo más, mucho más que sus tesoros primordiales y divulgados: el Doncel, tal vez la más bella estatua tumular del mundo, y esa catedral que alguien hizo tan dura y tan sobria para que nos sorprendan más las joyas góticas y mudejares que encierra. Cuatro meses han pasado desde nuestra última entrevista. Me recibió en su despacho de la casa de las siete chimeneas El objeto de mi visita no era de índole financiera, sino literaria. ¡Cómo ha quedado esta casa! ¡Qué belleza! Y este- despacho... ¡Qué bien estás aquí! ¡Bah! De director honorario... que es nada. -Bien sabes, Juan, que allí donde tú te encuentres eres todo Estábamos en pie, pegados a la alta ventana, contemplando la hermosa perspectiva que ofrece la plaza del Rey. -Pocos vamos quedando- -me dijo- -de los del banco. Estas palabras en labios del ilustre banquero y pronunciadas ante otras personas se prestarían a un equívoco. Pero yo le conocía desde niño, sabía que se trataba de cierto banco de la Alameda. -Juan, ¿por qué no vienes a Sigüenza un día, unos días? Mi casa es la tuya. Té espero. No era la primera vez que le invitaba. Y siempre contestaba con palabras evasivas, quizá tan sólo con una sonrisa melancólica. Adivino el íntimo pensamiento que no llegaba a formular. Sabía que existen lugares a los que no se debe volver porque guardan recuerdos tristes; mejor dicho, el agridulce recuerdo de horas muy dichosas. Fue aquél nuestro postrer encuentro. ¿Comprende ahora Luis Solana por qué a don Juan Liado le llamé siempre- -y en mi acento había algo más entrañable que familiar- -Juanito?

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