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ABC MADRID 21-12-1972 página 25
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ABC MADRID 21-12-1972 página 25

  • EdiciónABC, MADRID
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Ni usted, ni el autor de ese estúpido libro sobre la caza que usted defiende, son señores, ni marqueses m hombres. Y merece to mtsma suerte que sus inocentes víctimas. Le saluda. SI reza el párrafo final de carta recibida con motivo de juicio y comentario de quien firma, publicado en estas columnas no ha mucho, sobre un excelente libro de caza. Menos mal que como aperitivo de este párrafo nos dice que el derecho a matar sólo lo concede Dios y que, por tanto, los cazadores somos unos criminales. Esto demuestra que la caza tiene fuertes enemigos y que escribir en la Prensa, aunque sea sobre el tema más inocente, le expone a uno a graves ofensas Desde luego, el airado firmante del escrito olvidaba que unas suculentas chuletitas que posiblemente había engullido con delectación días antes procedían de un alegre, triscante y simpático corderillo que, aprehendido con violencia, había sido degollado y muerto con profesional habilidad entre sangre, Hatadas, estertores y algún balido desgarrante, Pero, en fin, uno na se arredra y exponiéndome a nuevas iras o insultos acometo de nuevo la tarea de enjuiciar otro magnífico l i b r o en este caso sobre caza africana, que acaba de aparecer. Su autor, Alfonso de TJrquijo, harto conocido en el mundo venatorio, es ya veterano en este género de literatura, pues según mis cuentas esta es la tercera obra que produce sobre el asunto. A Un addax ei más bello, paro e inalcanzable antílope del desierto africano. Suárez, único superviviente y que sea por muchos años. Época en que se tardaban veinte días de viaje por mar hasta desembarcar en Mombasa y otros tantos de vuelta. En veinte días hoy se puede ir, volver y hacer una buenísima cacería. En aquellos tiempos no había ni avión ni jeep y la cacería se hacía a patita o a caballo, con duraciones que en la actualidad parecen desorbitadas. En este libro Alfonso Urquijo le dedica el más emocionado y justificado recuerdo a su compañero invariable en muchas de estas aventuras: el compadre, c o m o le llama de modo invariable el duque de Peñaranda, Timo, para t o d o s entrañable amigo y estupendo cazador segado en la flor de la vida para pena inconsolable de los que fuimos sus íntimos. Timo, nos cuenta su compañero, tuvo el mayor interés, en cuanto llegó a Nairobi, en visitar el famoso hotel Norfolk, en el que su padre, en 1903, se alojó en su primera expedición. Nairobi entonces era un descampado con el hotel que subsiste y escasos edificios. Es de celebrar y agíadecer que verdaderos cazadores, como en el caso que nos ocupa, tengan el ánimo de coger la pluma. Más de una vez he comentado el santo horror que hacia ello sienten la mayoría de los verdaderos cazadores españoles; de ahí que la calidad de lo que, a veces, aparece, con frecuencia deje que desear, pues no eran verdaderos cazadores quienes la pluma tomaron. Este libro de Alfonso Urquijo lo agradecerán y les será de inmensa utilidad, a todos los afortunados que con medios y afición proyecten la singular aventura en aquel contienente. La obra es un acierto por su cuidadosa prosa, por todo cuanto, brevemente, queda comentado e incluso por su título: La orilla opuesta, que en swahili, la lengua franca del África Oriental, suena, más o menos, a ngambo. ¡Esto conviene aclararlo, como lo hace el autor en el prólogo. Nos explica con ello la ilusión emocionada en el cazador de encontrar en la orilla opuesta de un lago o de un río el inalcanzable elefante de cien libras de marfil, el león de melena negra u otra preciada pieza que hasta entonces no consiguió. (Acertadísima imagen, pues en todas las latitudes es ansia curiosa en el cazador eso de la orilla opuesta, en donde siempre imaginamos con envidia verdaderas maravillas. Se trate de África en relación con el gran paquidermo o en la provincia de Guadalajara con el más modesto conejillo. CONDE DE YEBES UN ESCRITOR VENATORIO Antes de meterme en harina me voy a permitir algún juicio en relación con libros que a la caza atañen y a las características que en ellos considero deben concurrir para no caer en monotonía. Mas de una vez he insistido en que los autores sobre este tema, con frecuencia, parecen colocarse unas anteojeras que no les permiten ver más que la pieza que persiguen hasta darle muerte y, en consecuencia, relatar el lance. Prescinden en absoluto de describir y contar las mil cosas curiosísimas e interesantes, de teda índole, que presenciaron con motivo de la singular y estupenda aventura en la exótica tierra a que esta aventura les llevó- -incluso sin ser exética- limitándose, como queda dicho, a eso: contarnos únicamente cómo dio muerte al animal. Siempre he de recordar mis muchas conversaciones con Ortega y Gasset, apasionado de la caza sin ser cazador (bien lo demostró) conversaciones en las que me ponía entre la espada y la pared, talmente eran incisivas y densas sus preguntas y los problemas que me planteaba al pretender llegar de un modo implacable a la médula de la consulta. Hasta tal punto que, con frecuencia, me achicaba poniéndome en el trance de eludir la papeleta o de escabullirme. Ortega fue un ávido lector sobre caza en todas las latitudes, entre ellas África. Comentándome un día libros sobre este continente y al aludir a autores de esos del tipo de las anteojeras, me decía: -Mire usted, Yebes, es una pena pero, en i fl mayoría de estas obras, cuando lleZ gamos a cobrar el cuarto búfalo, el libro se me cae de las manos. Salvando distancias, y dentro de una literatura del todo diferente, en a b o n o de lo que antecede y para- demostrar la importancia de lo accesorio en cualquier género de relatos, recuerdo que uno de los pasajes que más impresión me causaron en aquel sin par Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela, fue la descripción que hacía de algo en apariencia tan sin importancia como es el recorrido en Madrid desde su casa hasta que se sienta en el vagón del tren en la estación del Mediodía. Pues bien, en este magnífico libro de Alfonso Urqtñjo que lleva por título La orilla opuesta se conjuga a la perfección el puro tema venatorio con todo lo accesorio en la singular aventura; mejor dicho, singulares aventuras, pues son numerosas en diferentes años y en las más distintas latitudes del continente negro. Es decir, que con curiosa habilidad alterna el acto de la persecución y muerte de la bestia, sin recrearse en la descripción, con todo cuanto esta singular aventura le hace ser espectador. Nos habla con autoridad de etnografía, arqueología, historia y tipos curiosos e increíbles con los que se tropieza y convive; nada digamos de los biotoptts que sabe establecer, de la ecología de los animales, de las diferencias, dentro de las mismas especies, según la latitud, etcétera. Es lógico en hombre de su cultura, obligada por ser ingeniero agrónomo en ejercicio. Contémplese el mapa que acompañamos, en que quedan señalados los muchos y diversos lugares, de Norte a Sur y de Este a Oeste, a que la singular aventura le llevó. No creemos, aunque es posible incurramos en error, que ningún otro cazador español haya recorrido de modo tan amplio el continente en cuestión. Si lo ha habido, desde luego no tuvo el gusto o el coraje de tomar la pluma. Añádase a esto que sus correrías venatorias por esos mundos le llevaron, además, no hace mucho, al Canadá y que acaba de regresar de una expedición a las altas cordilleras de Persia. ¿Hay quien dé más? Todos los capítulos de la obra son del mayor interés Considero excepcional el que dedica, en África Oriental, a Kenia, antigua colonia británica, cuna de los safaris que allí se iniciaron para aficionados. En consecuencia, la descripción de Nata- obi, punto de arranque de estos safaris a partir de la primera década de siglo; ciudad hoy día bellísima y próspera, con su famoso hotel Norfolk y su aún más famoso bar. ¿Quién de los que con pasión hemos devorado libros sobre la taza en África no hemos leído uno y mil relatos sobre este bar célebre? Nairobi, ciudad notable para la historia de la caza africana, cima, como queda dicho, desde hace setenta años de los famosos y mejores white hunters o cazadores blancos que conducían los safaris, tipo mitificado por el cine y los libros, cuyo historial nos describe de mano maestra. Ciudad a la que arribaron entre los años 1908 y 1910 los primeros asadores españoles que acometieron la aventura africana y que se llamaron Alba, Medinaceli, Peñaranda, Puebla de Parga, Vülagonzalo, Huerta, algún que quizá olvide y Joaquín Santos

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