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ABC MADRID 10-12-1972 página 13
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ABC MADRID 10-12-1972 página 13

  • EdiciónABC, MADRID
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Descripción

Contrariamente, a lo que sucede con el rinoceronte... rio tiene ningún peligro de extinción, no hay ninguna amenaza de que desaparezca de nuestro planeta... y dará un margen suficiente para complementarlo con un disparo mortal. A los amantes Ide la fauna, a los partidiarios sinnúmero del elefante puede decírseles que no miren con recelo al cazador, que ningún perjuicio origina a la especie buscando animales grandes y, necesariamente, viejos, que no sirven para la procreación y que estorban e impiden fecundar a los machos jóvenes. Las estadísticas del año 1 70, en los países controlados de África, dan un total de 126 animales muertos por cazadores legalmente provistos de su licencia, y es evidente que en el mismo año morían por uno u otro método de caza miles de ellos. En la caza, como en tantas cosas, existen tópicos que contribuyen a errores, que a los cazadores que pretenden tratar con seriedad el tema corresponde desvirtuar. Más que el búfalo, el leopardo o el león, el elefante ha causado victimas entre los hombres y es y seguirá siendo la caza de mayor riesgo. Un elefante adulto y solitario tiene pocos peligres. AI aventar al hombre huirá, y al pretender darle caza y herirle huirá también. Parece, por tanto, lógico asegurar que en esta circunstancia no existe riesgo. Pero en muchas ocasiones se le caza en manada y no en terreno descubierto. Son entonces mayores peligros; los machos jóvenes, las hembras con crías y, sobre todo, los marylis (machos sin colmillos y muy celosos en la custodia de la manada) son potencialmente riesgos que hay que ponderar. Además, la manada es toda una amenaza, porque, sorprendida en la selva y a los atronadores ruidos de los disparos, puede atrepellar sin intención agresora al cazador, que no encontrará refugio válido contra esos gigantes aterrorizados. He presenciado como actor o simple testigo la caza del elefante en más de veinte ocasiones. Al menos en cinco de ellas se han presentado incidencias que implicaban riesgos graves o muy graves, y, de las cinco, por lo menos en dos la acción ha terminado en sustos y carreras que, por suerte, pueden contarse. Viento, rapidez, inteligencia y poder tienen en el elefante una importante contrapartida: la falta de vista y el temor al hombre. El cazador, con viento a su favor, sigilosamente puede plantarse a diez metros del animal e, inmóvil, permanecer el tiempo que quiera. Este gigante de la selva vé lo suficiente para comer; a distancia sólo intuye bultos, manchas que, paradas, no le amedrentan. El terror al hombre, común a todos los animales, con dos o tres excepciones, es el gran aliado del cazador. Si así no fuera, pretender este trofeo sería suicida. En enero del 70, y al término de una cacería en Uganda, ful informado de que en la zona de Kigezi, que había permanecido cerrada a la caza durante muchos años por una infección de ántrax, un elefante tenía aterrorizados los poblados. Hay antecedentes de lo que llaman el elefante loco y que, por lo general, se trata de un animal viejo y neurasténico, que se convierte en agresor Iracundo de los poblados. Añadía la información jjue, estimado como un servicio para el Estado, se me autorizaba la caza de aquel elefante sin costo de licencia y con premio de los colmillos. Desde Karamoya, zona fronteriza al Sudán, me trasladé (en dos días) a un poblado de Kigezi. La información recogida de los negros era contradictoria, unos aseguraban que se trataba de un gigantesco animal, con colmillos de 100 kilos; otros, que era un animal herido y medio cojo. En lo que todos coincidían era en. que a su paso producía la ruina de las siembras y cosechas en los míseros poblados. En tales circunstancias, y no pudiendo correr el riesgo de equivocar al animal con otro, el jefe de la caza en Uganda, un negro de muchos valores humanos a quien luego conocí, exigía la caza a la espera; es decir, en su acción destructora de un poblado. Por fortuna, en la amplia zona de Kigezi solamente tres o cuatro poblados tenían cosechas que pudieran tentar la codicia idel audaz paquidermo. Elegí una para permanecer en vigilancia y distribuí a tres negros vigilantes: uno con nuestro toyota y otros con el carro auxiliar. Al segundo día, y apenas anochecido, el negro pistero con su toyota llegó al campamento reclamando mi presencia a ocho o diez kilómetros de distancia. Con emoción emprendimos el viaje y llegamos a la entrada del poblado. Allí nos esperaba un viejo de pelo blanco, quien nos hizo parar para que el animal, próximo, no fuera ahuyentado por el ruido del motor. Conmigo el guía, el chofer negro y dos pisteros como avanzadilla; tras nosotros, el jefe del poblado (y tres de sus hijos. A los quince minutos de marcha oímos al elefante rompiendo cañas y derribando árboles. La clara noche de luna nos lo hizo pronto descubrir en una siembra. Atentos a la dirección del aire nos aproximamos a él hasta unos 40 metros. No sé si mi fantasía o la limitada visión lunar me hizo pensar que estaba frente a un monstruo. Como en tantas ocasiones, me arrodille, aseguré el poderoso Wefcherby y disparé. De pie cargué el rifle mientras que el animal avanzaba y, sin tiempo para realizar un segundo disparo, el elefante cayó sobre el costado donde había recibido el tiro. La luz del día confirmó mis previsiones nocturnas. Contra todo lo supuesto no se trataba de un animal viejo, neurasténico o herido, ni, para mi desgracia, gigante. Era un elefante mediano; un trofeo de 47 y 52 libras. Tampoco era viejo, sino un audaz y aventurero macho joven que acababa de pagar con su vida su desdén por el hombre y su falta de respeto a la propiedad ajena. Emilio FAJRJDO SOPELABTE El autor del artículo con el elefante cuya muerte describe.

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