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ABC MADRID 06-12-1972 página 21
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ABC MADRID 06-12-1972 página 21

  • EdiciónABC, MADRID
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N los primeros meses de nuestro exilio en París, en el otoño del 36, solía ir con alguna frecuencia al pabellón de la Casa de España en la Ciudad Universitaria, donde residían mis amigos Pío Baroja y los hermanos Solana. 1 odio y la inquina que se tenían llegaba a un punto que me parecía inexplicable. Solana afirmaba que la literatura de don Pío estaba hecha para parteras, y don Pío abominaba de la pintura de Solana por su fealdad. En cuanto se barruntaron los temores a la guerra fueron cerrándose todos los edificios de la Ciudad Universitaria y tuvieron forzosamente que buscar alojamiento en París. Salvo los días en que don Pío estaba invitado a almorzar con el doctor Marañen, buscaba refugio en mi casa, y en uno de sus libros titulado Bagatelas de otoño dice esto: En París en 1839 y 40 iba con frecuencia al estudio de Sebastián Miranda, que me estaba haciendo un busto. Miranda tenía una muchacha. que aun la tiene, a quien llama La Sariega, probablemente porque procede de un pueblo de Asturias que se llama Sariegp. Cuando La Sariega se marchaba a la compra, me decía: E Pío Baroja junto al busto Que le hizo Sebastián Miranda, que aparece a la Izquierda, en su talter de Parfs. amigos que compartió con extremada ternura y delicadeza los momentos más tristes y angustiosos de mi vida. Muchas tardes venían a visitarme los dos hermanos y los conducía al Bois de BoUlogne, donde para consolarme de mi reciente desgracia afirmaba el pintor que la gente estaba equivocada en sus juicios sobre sus actividades. Ignoran que soy un mal pintor, pero, en cambio, nadie tiene una voz de barítono tan acentuada y maravillosa como la que yo tengo. Y para demostrarlo, acto seguido, se levantaba y cantaba a voz en grito una romanza. lia gente se paraba y miraba a aquel hombre que parecía completamente loco. Después de una pausa, continuaba para decirme en secreto: -Pero, sobre todo, y esto lo ignora todo el mundo, pasa lo que yo be nacido es para torero, y de haber seguido ese camino, hubiese borrado la fama del mismo Juan Belmente. Y se ponía a torear y al ver que la gente se detenía, le aconsejábamos que no llamase tanto la atención. Se enfurecía entonces contra su hermano, mentándole a su familia y llamándole gusano, que nunca había servido para nada, y pese a la trágica situación en que yo me hallaba, tenía que hacer grandes esfuerzos para contener la risa que me producían estas escenas. Era el pintor Solana tan rotundo y sincero en sus juicios, que en cierta ocasión la señora de un cliente emitió su opinión diciendo: Es una pena que el personaje femenino tenga demasiada semejanza con una criada. A lo que él repuso: ¡Señora, cómo no va a tener semejanza si es la misma que a mi me sirve! Se la voy a presentar para que vea que es igual. Y llegó, confirmándose la exacta semejanza; que contradecía el aserto del pintor Anselmo Miguel Nieto, que aseguraba que cuando Solana pintaba caras le salían caretas, y cuando hacía caretas le salían caras. Para terminar este artículo quiero recordar la impresión que me produjo un relato que hizo don Pío al regresar una tarde de un largo paseo y cruzar por el Barrio ¡Latino ante una antigua prisión. -Quiero que vea usted una celda de un condenado, que decía: Los tribunales me han absuelto de un crimen del que me han declarado inocente, y como han incurrido en un error, y para que resplandezca la justicia, yo mismo rectifico su error. Y al día siguiente apareció su cadáver colgado de una soga. -Es curioso, realmente curioso, ¿no le parece usted? Yo me estremecí de espanto. Sebastián MIRANDA BAROJA Y SOLANA EN PARÍS -Ahí quedan las habichuelas en el hornillo. ¿Usted se encarga de ellas? -Hay que darles vuelta con la cuchara. ¿De cuánto en cuánto tiempo? -le preguntaba yo. -Cada media hora o cosa asi- -To le daré vueltas cada veinte minutos- -le decía. -No se olvide usted. -No, no me olvido. Pensaré en Claudio Bemard y en Pasteur, y lo haré con exactitud científica, y cantaré una canción untngna sobre los Haricots. Como los viejos solemos repetirnos tanto, no recuerdo si en algún artículo anterior referí el caso de ver a Baroja una tarde venir frotándose una oreja llena de sangre y como soy tan pusilánime, después de almorzar, en vez de salir al campo como hacíamos diariamente, nos dirigimos a casa de Marañan para que le viese. Subí y le conté a Gregorio el caso, bajando éste al coche inmediatamente, y fingiendo ignorar el episodio que estaba escribiendo, le suplicó que subiese con él para aclararle algunas dudas. Marañón entró en su consulta y nos dejó en la sala con Lolita. Pocos instantes después, como me fuese preciso telefonear a casa, fui hacia el teléfono, que se encontraba ocupado por Gregorio, y me quedé helado al oír a éste decir al doctor Hernando: -Teófilo, mañana a las ocho y media en punto irá a buscarte Sebastián con don Pío y venís a recogerme los tires aquí. Hay que advertir en el hospital que este amigo ha sido médico y que, por lo tanto, eviten el hablar de sarcoma, ni de ninguna otra cosa que pudiera alarmarle. Esperé a que terminase para hablar yo con mi casa y volví al salón donde estaba ya Gregorio con Lolita y Baroja. Don Pío clamó: -Tengo la seguridad de que finge usted ignorar esos episodios y que lo que le trajo aquí es el pavoroso miedo que tiene Sebastián al verme sangrar por la oreja, porque no he visto en mi vida hombre más medroso. Al día siguiente fuimos al hospital, y es don Fío quien en el citado libro Bagatelas de otoño sigue contando: Marañón me dijo que creía que era una actinomicosis producida por un hongo; pero, para confirmar el diagnóstico, iríamos una m w al hospital de San Luis a ver al doctor Civat, especialista en -Sí. enfermedades de la piel. Fuimos en el coche de Sebastián Miranda el doctor Hernando, el doctor Marañón y yo. El doctor Clvat me vio, tomó un poco de tejido de la oreja y se comprobó la micosis, y preconizó el tratamiento. Otro día por la mañana volvimos los mismos al hospital de San Luis y un cirujano joven me hizo tender en la cama de operaciones, me puso unas inyecciones y comenzó a cauterizarme la herida. ¿Duele, señor? -me preguntó en castellano. -Algo; poco- -te contesté. -Es como un auto de fe, pero con cocaína- -dijo en broma el doctor. Una tarde, después de almorzar, me dijo don Pío: -Supongo que no tendrá usted inconveniente en acompañarme a casa de una señora pianista que me aseguraron era un portento y que daba un concierto en mi honor. -Encantado, querido don Pío, pues aunque no soy un refinado ni entendido, me gusta mucho la música. fuimos a una casa situada cerca de la Torre Efffel. Habría como unas diez o doce personas sentadas en una sala en torno a un gran piano de cola, donde estaba sentada la pianista esperando a comenzar el concierto. Todos se levantaron muy respetuosos ante la presencia de Baroja. Comenzó el concierto y después de varias horas de escuchar larguísimas sonatas de List, vi que don Pío meneaba la cabeza de un lado a otro, demostrando cierta impaciencia, hasta que al fin se levantó y con gran cortesía, pero cierta sequedad, nos despedimos. En el segundo rellano de la escalera se volvió hacia mí y echando espumarajos y con una expresión de furia que jamás había observado en su rostro me dijo: -De buena gana volvía a subir para, echarle las manos al cuello y ahogarla. Pero contuvo su furia y, sonriendo, me dijo: -No, no, vamonos, no vaya a ser que me vuelva a tocar otra sonata. Pese a los exabruptos y palabrotas que se le escapaban al pintor Solana, mi mujer sentía hacia él una gran simpatía, que si en un principio me sorprendió, comprobé la razón de ella después de su fallecimiento. Excepto Azorín, que permanecía horas y más horas sentado en el patio de mi casa, fue Solana uno de mis

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