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ABC MADRID 03-08-1972 página 10
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ABC MADRID 03-08-1972 página 10

  • EdiciónABC, MADRID
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DE LA COMPASIÓN UNA POSIBLE ACTRIZ n- wmm ¡M E ti: S muy agradable pasear en un hermoso día de sol y sentirse libre como un pájaro. El hombre que está en libertad piensa a veces en los que se encuentran encerrados. Dice: puedo ir a tal sitio o, por el contrario, si quiero me puedo quedar donde estoy. Todo hombre que pasa por delante de la puerta de una cárcel compadece un poco a los que están allí dentro. Piensa que es una gran desgracia para, ellos porque la libertad es una cosa aceptable y no se da uno cuenta de lo que vale hasta que se pierde. Yo he estado en la cárcel tres días. Poco tiempo para enterarme de cómo es, como si fuera un periodista que convive con los presos para comprender sus inquietudes, afanes y esperanzas y después contarlo en los papeles de la mejor manera posible. Claro es que yo no estuve como periodista, sino que no sabia lo que me iba a suceder en aquellos tiempos tan calamitosos, ya lejanos, difíciles, en que fui detenido. Estuve resignado los tres días con complejo de delincuente, casi sin esperanza, haciendo cabalas sobre lo que me había de suceder. Fui el perfecto preso y hasta me creía con todas las cualidades necesarias para ello, comprendiendo perfectamente lo amargo que es, al menos para mí, perder la libertad de acción, perder la libertad de movimiento. Creo que el estar en presidio debe ser una cosa triste, pero el otro día releí la obra de Federico García Lorca Bodas de sangre Se hace en ella una curiosa observación de los presidios. En el cuadro primero del primer acto se pone en boca de uno de los principales personajes, la madre, estas palabras de lamentación porque ha tenido la desgracia de quedarse sola sin todos los varones de su casta, que se los mataron por esas rivalidades de familias igual que en el Romeo y Julieta de Shakespeare: capuletos y mónteseos siempre. Dice así ella... y luego el presidio. ¿Qué es el presidio? ¡Allí comen, allí fuman, allí tocan los instrumentos! Mis muertos llenos de hierba, sin hablar, hechos polvo; dos hombres que eran dos geranios... los matadores en presidio, frescos viendo los montes... Es cierto; los presidiarios viven la vida que se han buscado, pero tienen también sus ratos de esparcimiento. La ley, tan importante, tan absolutamente necesaria para la felicidad y el desenvolvimiento normal de los pueblos, ha sido transgredida por ellos y es preciso que con harto dolor de la sociedad sean separados de la común convivencia porque su alma está enferma y necesita algo así como una cura de reposo. Es triste pero hasta los poetas tienen que reconocer esta necesidad de que el delincuente se encuentre privado de su libertad. Creo también, por otra parte, que la capacidad de adaptación y resistencia de algunos seres es superior a lo. que en un principio podemos sospechar. Al comienzo de su prisión, el que se ve privado de libertad posiblemente se desespera en una angustia terrible, pero después se adapta como el enermo que se conforma con su dolencia; se va acostumbrando poco a poco; se familiariza con aquellos que se encuentran en la misma situación que si, y quizá, cuando se le pone en libertad le cuesta trabajo pasar esa puerta, que miró con insistencia, herméticamente cerrada y que conducía a un paraíso perdido- -el mundo de los libres- -que se quedó a la otra orilla el día en que él ingresó en el triste edificio. Es el preso como ese pajarito que hemos tenido mucho tiempo en una jaula dorada, cantando, con su terrón de azúcar entre los barrotes y el alimento suministrado diariamente. Si abrimos la, pequeña puerta de su prisión el pájaro no querrá, posiblemente, volver a su etéreo mundo perdido de ramas engañosas, de árboles verdes, pero donde no encontrará, quizá, esa comida que su cuidadoso amo le proporcionaba todos los días porque solamente lanzase al aire unos dulces trinos al sentir la presencia del sol mañanero. Creo, sin embargo, que el preso, como es natural, tiene siempre ansia de libertad. Esa es la meta de todos sus sueños. Digamos con un famoso penalista esta frase solemne y repetida: Odia el delito y compadece al delincuente. Jesús Juan GARCES E algún tiempo a esta parte- -observó él viéndola fuera de escena. -se dijera que has ganado una nueva dimensión. No sabría explicarlo muy bien porque está, más que en unos rasgos concretos de tus interpretaciones, en una como sonrisa o el silencio de algunos momentos. Toda tú pareces envuelta por un halo misterioso. ¿Estás enamorada? La actriz ladeó un poco la cabeza hacia él, sentada como estaba, y respondió vagamente: -Sí, de mi arte. Hay artistas del teatro- -pensaba él- -que se distinguen por su prestancia o por su carácter. Hay actores que nada más salir, sin hablar, sin hacer nada, con sólo atravesar la escena, ya comunican al espectador una emoción, una expectación que es como un fluido que va de la escena a la sala. Otros se distinguen por la singularidad con que componen un tipo que ya ha de quedar ahí como ejemplo. Pero r se refería él ahora, a estas cualidades que ha de tener un actor- -o una actriz, claro está- -si ha de lograr una verdadera personalidad artística. -Lo tuyo de ahora- -añadió- -es menos y más que eso. Es quizá un estado de alma. Y no necesitarías un texto para salir a escena, y expresarlo. O ese texto tendría que ser de un autor... -Por ejemplo, ¿cuál? ¿Qué clase de autor necesitaría yo ahora para dar al público en un personaje esta sensación artística? Se quedó él en silencio unos instantes. Buscaba. Recordaba a un poeta que no se había lanzado a escribir para el teatro y que tenía, como Picasso, tal vez correspondiendo en poesía a aquella manera del pintar, su época azul y rosa la mejor acaso, porque luego se había intelectualizado un poco, olvidado de su primera estética: pensamiento y sentimiento íntimos expresados con la palabra necesaria y suficiente: Teníamos los dos desangradas las flores del corazón, y acaso llorábamos sin vernos... Cada nota encendía una herida de amores, El dulce piano intentaba comprendernos. ¿No recuerdas? La actriz prosiguió: Por el balcón abierto a brumas estrelladas, venta un viento triste de mudos invisibles. Ella me preguntaba de cosas ignoradas y yo le respondía de cosas imposibles. -Es el Juan Ramón que todos hemos leído- -concluyó- y que yo me sé de memoria. -Sí, es Juan Ramón Jiménez, el poeta que no escribió teatro; pero que si lo hubiera escrito hubiese dado con ese papel que tú necesitas ahora para dar toda la medida de tu nueva faceta de actriz: el silencio, la mirada perdida en punto, una sonrisa apenas insinuada, detenida la palabra ante lo misterioso que acabas de sugerir en escena. Lo que no está en el texto, ni siquiera en la acotación. Di, ¿cómo has llegado a eso finalmente? ¿Estás enamorada? Sonrió ella de nuevo y movió levemente su hombro ante la duda que a sí misma se le planteaba en aquel instante: -No lo sé. Lo que sé es que me hubiera gustado, si, interpretar el personaje áe una de esas mujeres juanramonianas que vemos, semidesnudas, haciendo sonar a Eeethoven en el piano. ¿Cómo sería el lenguaje de esa mujer? ¿pomo habría de moverse en escena? ¿Qué tema dominaría la obra: la tragedia interior? Se quedó en silencio la actriz tocada por el misterio nuevamente, pues el poeta había muerto, sus versos estaban, aunque presentes, muy lejanos, y ya nunca podría escribir el papel para la posible actriz, distinta a la que hasta entonces había sido. Con toda su riqueza artística de siempre, pero ahora con una suprema espiritualidad que sólo aquel poeta hubiera podido ofrecerle en un personaje si el poeta hubiese escrito para el teatro. Ángel LÁZARO D

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