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ABC MADRID 19-05-1972 página 25
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ABC MADRID 19-05-1972 página 25

  • EdiciónABC, MADRID
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De pronto, a través de los cristales de un automóvil, creo reconocer un rostro que me es familiar, por visto en imagen con anterioridad multitud de veces. Al propio tiempo escucho a mi alrededor unas voces: ¡El Rey... ¡El Rey! ALLE de Alcalá, donde asoman y forman aspa la de Peligros y la de Sevilla; punto e s t e tiempo atrás, al decir de una curiosa, guía del pasado siglo, el más militar y cruzado, más policíaco y erótico de Madrid y en el declinar de los años veinte del nuestro, como contemporánea relación lo afirma, confluencia donde se concentra una febril animación que nunca cesa Animación que en esta clara tarde, suspendida, al parecer, en la transparencia del otoño madrileño, rebasa cuanto límite pudiera imaginarse. Centenares de automóviles entre los que destaca el señorío- -ya en agonía- -de unos cuantos carruajes tirados por altivos troncos de caballos, o la traza pintoresca de uno que otro desahuciado simón, circulan en encontrados sentidos. Desde el centro del ancho rectángulo que, a la vez o por turno, forman los vehículos en apretadas filas, un celoso guardia, plantado sobre modesto pedestal a dos palmos del suelo, cuida del tránsito. De pronto, en increíble serpenteo entre coches y peatones, una mujer del pueblo, que a su lugarejo regresa después de haber dejado en la Villa y Corte- -Corte aún- -el grueso de su mercadería, logra situarse al frente de una de las filas que atienden la señal de avance. Conducido del ronzal por la recia moza, un borriquillo tira de un pequeño carro, sin más carga ahora que el bulto que hace una vlejecita arrebujada entre los carcomidos tablones. Atrás, indiferente, liando un cigarrillo, un mozalbete completa el grupo. Contrasta la opacidad del carrito con el brillo de las cajas, capotas y guarniciones de los carruajes, entre los cuales alguno que otro lucen en sus portezuelas los colores y metales de un escudo, si bien el carrito, por no ser menos, ostenta en la bordura de sus ruedas- -timbre de más rancio abolengo- -el oro viejo del noble barro castellano. Observa la garrida moza el cruzar de los coches ahora en turno. Mas como éste se prolongue demasiado, impaciente, adelantando unos pasos y dirigiéndose abiertamente al guardia, le grita a voz en cuello: Ea... usted... A ver si va a dar paso... El guardia, tras mirarla con afecto, levanta complaciente muy en alto ambas manos, y el tránsito, al instante, queda del todo suspendido. A la señal que con la ¡mirada y un leve movimiento de cabeza le hace el guardia, resuelta, con paso firme, seguida del humilde grupo, la mujer avanza. Segura, aunque desentendida de su condición, cruza diagonalmente con natural arrogancia el despejado rectángulo. Cerradas filas de carruajes le forman cuadro de honor. Conductores y peatones, en paciente espera, la siguen atentamente con la mirada. Y en fingido redoble- -toque de atención a su gallardo pasar- el sordo rumor de los motores resuena en el suntuoso marco de la tarde. Difícil recordar espectáculo más impresionante: Ni el penoso desfile de mutilados de guerra por los Campos Elíseos. Ni el imponente despliegue de automáticas legiones de saldados de plomo por la gran plaza de Munich. Ni las cataratas de papel picado que en las avenidas C SU MAJESTAD PASA neoyorquinas operai la virtud de convertí en vedettes a lo más egregios persona jes... Ante la mudí expectación, el grujK avanza. Al llegar frente al guardia, éste, burlón y amable, dirigiéndose a la robusta moza, exclama con aplomo: Pase su majestad. La mujer rezonga: ¡Qué majestad ni qué abuela... Usted... Que se viene la tarde... El guardia, sonriendo, añade poi lo bajo algo que no se alcanza a percibir. Y refunfuñando, máí dueña de sí misma y sin alterar el ritmo de su recio pisar, prosigue la mujer su airosa marcha hasta desaparecer, al fin, por la brecha que se le abre en uno de los ángulos. Curioso forastero, suspendido por la insólita experiencia, permanezco al frente de un grupo de peatones, atento a cuanto me rodea. El guardia, sin dejar de mantener el alto, gira un cuarto de círculo sobre la estrecha tarimilla. Luego, tras mirar en torno, deja caer las manos con soltura y los coches que aguardaban la señal prosiguen su carrera. De pronto, a través de los cristales de un lujoso automóvil, creo reconocer un rostro que me es familiar por visto en imagen con Anterioridad multitud de veces. Al propio tiempo escucho a mi alrededor unas voces: ¡El Rey! ¡El Rey! Y confirmo al momento la presencia de Don Alfonso de Barbón que, bajo reluciente chistera, jovial y afectuoso, adelantando ligeramente el cuerpo en el asiento, sostiene vivo coloquio con el personaje que le acompaña. Coches y automóviles avanzan en abierto desfile. Y, fugaz, dentro del regio carruaje que, entre otros muchos, había permanecido en obediente y resignada espera. Su Majestad pasa. Y ahora, a más de cuarenta años de aquella clara tarde, en esta otra no menos clara y luminosa de su voluble primavera, ¡nuevamente Madrid! Ave Fénix que renace no de sus cenizas, sino de mi recuerdo- Y nuevamente, también, la legendaria calle donde se concentra una. febril animación que nunca cesa pero que hoy, en la beatitud del domingo, se recoge quieta y callada en el sopor de la siesta: blando letargo en el que yo, en el abandono de una terraza, creo percibir claramente, si bien, muy lejanos, el rodar de un carrito y el pisar acompasado de una garrida mujer del pueblo. Y, a más- -los ojos ya al cerrarse- la voz de un guardia que, a presencia de la moza, burlón y amable, encerrando en una sonrisa y tres palabras el alma eterna de Madrid, exclama con aplomo: Pase su majestad. Y ante una valla de sombras- -sombra a la vez- Su Majestad pasa... Adam RDBALCAVA Méjico, 1972.

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