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ABC MADRID 28-04-1972 página 21
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ABC MADRID 28-04-1972 página 21

  • EdiciónABC, MADRID
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¿Por qué terialmente co a mano York sufre habríamos de tener en Madrid todo lo que matiene Nueva York y, además, ahorrarnos el atraarmada, las drogas y el suicidio? ¿Acaso Nueva un castigo bíblico particular e intransferible? BIENES Y MALES 1972 1972 es una mezcla cariosa de siglo x i x y siglo XX. Los siglos, ya se sabe, ni empiezan ni acaban con los calendarios, pues los procesos históricos no tienen por qué ajustarse ni coincidir con la marcha convencional de los relojes. Esto lo veo claro en el panorama de las artes, donde alternan maneras y conceptos decimonónicos con las penúltimas vanguardias, y supongo que el sociólogo lo verá claramente también en su medió social. Pero la pervivencia del pasado y los condicionamientos del presente, tan futuristas, no son únicamente una realidad material, sino que comportan ciertos estados espirituales de deseo, irritación, pesimismo y esperanzas, depende de quienes, por su instalación en la sociedad, los sientan. De cualquier manera, el resultado de esta promiscuidad siglo XtX- siglo XX, es un confusionismo que lleva, con frecuencia, a posturas utópicas. Nos gustaría, por ejemplo, que la civilización industrial del siglo XX nos proporcionara todos sus bienes sin quebraderos de cabeza: sus rentables comunicaciones, su ciencia y su técnica, sus posibilidades de consumo; pero, al mismo tiempo, nos gustaría retener la tranquilidad aquella que, según cuentan, informó a las sociedades del siglo del vapor y del buen tono. Para estos utopistas, lo ideal seria que los bienes de la civilización industrial no nos robaran aquellos estilos de vida que conformaron la moral burguesa: que el avión supersónico no trajera en su equipaje las malas costumbres de fuera. ¡Qué ingenuidad! Las comunicaciones, en 1972, son irreversiblemente totales. Nosotros importamos una serte de cosas de los países- nodriza de la civilización técnica: nuestras fábricas y nuestras oficinas funcionan de acuerdo con esquemas norteamericanos o escandinavos, instalamos en los lugares de trabajo relojes de control, ofrecemos el sol de nuestras playas a la industria internacional del turismo... Y queremos, además, que todas éstas gangas vengan limpias, quedándose al otro lado de las aduanas los males que en sus países de origen puedan acarrear. Nosotros decimos: bienvenidas las patentes y marcas extranjeras, que beneficiarán nuestro desarrollo mateiial. Pero, ¡por Dios! que no entren en España ni las drogas ni el gangsterismo; que nuestros muchachos se instruyan con lo qué importamos (que es, culturalmente, todo lo que no hemos producido) pero que sus hábitos pertenezcan al pací f ico siglo XIX. ¡Qué candidez! Claro que lo bueno seria que la prisa no portara el infarto, pero no es así. Las grandes ciudades de noy se parecen como un huevo a otro huevo, no sólo en sus arquitecturas y en sus sistemas burocráticos, sino también en sus peligros. ¿Por qué habríamos de tener en Madrid todo lo que materialmente tiene Nueva York y, además, ahorrarnos el atraco a mano armada, las drogas y el suicidio? ¿Acaso Nueva York sufre un castigo bíblico particular e intransferible? Ni mucho menos. Se trata, simplemente, de que es una megápolis siglo XX- XXI, en la que se desarrollan, paralelos, los bienes y los males de su peculiar civilización, las características, mejor dicho, de su deshumanización monstruosa. La sociedad del siglo XTX también tendría sus peligros, pero éstos no podían fácilmente escapar a los controles del Poder. El criminal decimonónico era individual, y Julián Sorel y Raskolnikow podían ser reducidos sin dificultad. El mismo superhombre niertzscheano podía ser encerrado en la cárcel o en el manicomio. Y hasta bien entrado el siglo. XX, el peligro de las grandes ciudades tenía su filiación: Al Capone, por ejemplo, era el enemigo público número, uno, Hoy, los peligros de la sociedad son innominados, no tienen nombre, como tampoco lo tienen los empleados de ciertos organismos, que firman con un número y atienden por el número que llevan en la solapa. ¿Por qué íbamos a innominar impunemente anos sectores y otros iban a estar tranquilizantemente identificados? El hombre actual, como el aprendiz de brujo de Goethe, quiso encantar la técnica para que lo sirviera, pero la sociedad que la técnica caracteriza se le rebelaría también: El siglo XIX no dispoma del repertorio de tiranías burocráticas que tiene el siglo XX. El hombre, hasta el más miserable (menos en el presidio) era un hombre con nombre. Hoy, al hombre sucede su número oficinesco, y los números, como no tienen alma, tampoco tienen ideales comunes, ni una idéntica moral. El jefezuelo que esclaviza a sus subordinados se encuentra, de pronto, con que su familia se le escapa de las manos; el hedonista de 1972 debe saber que al volver una esquina pueden pegarle un tiro, o encontrarse con sus hijos drogados. Las masas, enfurecidas o aluclnogenadas, pueden súbitamente destrozar los relojes de control. La fantástica tranquilidad del siglo XIX no es posible reencontrarla en las postrimerías del siglo XX. Hay que comprar las cosas y, a veces, cono ahora ocurre ¿ocurrió s i e m p r e igual? el precio es terrible. Existe, sí, el Nueva York de las películas rosadas, el multimillonario de Wall Street, el Nueva York de la orgullosa arquitectura que proclama el poderío yanqui. Pero tal Nueva York paga su tributo, y ahí está ese otro Nueya York- que describe Raymond Cartier, con sus masas de drogadictos y de prostitutas, con sos gángstexs y sus muchachos dispuestos a matarnos por cinco dólares en Central Park. Madrid, que se va pareciendo mucho a Nueva York, acabará pareciéndose en todo. Será fatal, aunque nosotros, con nuestro peculiar hístoricismo ético, lo repudiemos y Jp llamemos malo Creo, sin embargo, que se trata de un proceso natural, Irreversible como el de la dinámica tecnológica. Un biólogo lo llamaría equilibrio, y para un hombre religioso será un castigo de Dios, pues hemos sido capaces de cambiar nuestra antigua imago Dei por unos cuantos cacharros y unas pequeñas tiranías de oficina. Somos aprendices de brujo chasqueados, y ya no podemos controlar ni desencantar f w Pero llego a más: pienso si verdaderamente será más inhumana esta contrapartida de vicios y peligros que el inhumanísimo paraíso burocrático que esta civilización nos ofrece. No lo sé. A. M. CAMPOY

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