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ABC MADRID 19-02-1972 página 17
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ABC MADRID 19-02-1972 página 17

  • EdiciónABC, MADRID
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EL LARGO CAMINO DE LA UNIDAD A espectacular ampliación del Mercado Común con la reciente incorporación de Inglaterra, Irlanda, Dinamarca y Noruega, ha sido la consecuencia inmediata del acuerdo habido pocos meses antes entre la Gran Bretaña y los Seis. De este modo, y después de muchos años de fracasados intentos, la eterna Inglaterra insular, celosamente distante del resto de los europeos, ha dicho sí a su integración al Continente. Pocas naciones a lo largo de su historia han dado prueba de un pragmatismo político más acusado que ella. El meditadísimo giro copernicano de la Gran Bretaña, en el que se renuncia a todo un jactancioso pasado de aislacionismo, está basado en la convicción de que la incorporación al proyecto unitario del Viejo Continente es la única alternativa política con proyección de futuro. Se produjo, por otra parte, hace ahora un año. otro acontecimiento en el marco de la política comunitaria, que no tuvo, a mi entender, la trascendencia y repercusión que la índole de los hechos requería. Me estoy refiriendo a la manifestación en Bruselas de campesinos de los seis países que integran el Mercado Común, para protestar contra la política agrícola de este organismo, personalizada en la figura del holandés Sicco Mansholt. Esta manifestación vino a poner de manifiesto que el Mercado Común- -levadura que ya está haciendo fermentar al resto de Europa- es algo más que una larga teoría de aranceles, tasas y acuerdos comerciales de carácter internacional. El hecho de que hombres de seis países diferentes se trasladaran a Bruselas para hacer patente su protesta, indicaba que la capital del Mercado Común había logrado sustraer el api ce de soberanía suficiente como para desplazar a seis capitales europeas, entre las que se encuentran París y Roma, en un acto decisorio tan importante como es el de los asuntos agrícolas. De una parte, pues, se está gestando la convicción popular de una imprecisa supranacionalidad con capacidad decisoria. De otra, el tradicional pragmatismo británico avalando esta situación y su posterior evolución. Los recelosos, los que han temido su expansión y los que se han alegrado de sus tropiezos, no tienen hoy más remedio que inclinarse ante la realidad y reconocer en la Comunidad Económica Europea una nueva potencia que emerge con pujanza en el horizonte de las relaciones internacionales. Ha sido una experiencia interesante en estos años pasados observar la fruición con que se celebraban en algunos medios las repetidas negativas del general De Gaulle al ingreso de Inglaterra, y los casi insalvables obstáculos que los problemas agrícolas han supuesto para el progreso de la Comunidad. Y es que los que así se comportaban ignoraban que la unión de las diversas naciones no obedece exclusivamente a decisiones de cancillería o a meditados cálculos económicos, sino a un sentimiento general compartido que une subterráneamente a amplios sectores de la opinión europea. L Europa constituye una entidad histórica independiente y diferenciada; es decir, una civilización. Me parece indispensable remitirse a esta conciencia común para comprender los rápidos avances del programa unitario. Porque es un hecho incuestionable eme de todos los intentos de unificación de Europa que a lo largo de la Historia se han realizado, el actual es el único que se desarrolla en condiciones favorables y tiene, por ende, grandes posibilidades de cuajar en una realidad. El plan de Carlomagno de resucitar el Imperio Romano fracasó porque el feudalismo incipiente actuó como elemento disgregador. Cuando nuestro Carlos I intentó acunar a Europa bajo un único cetro y un mismo credo, fueron los estados nacionales y el protestantismo, hijos ambos del Renacimiento, los que se lo impidieron. Y. finalmente, cuando Bonaparte quiso ex- fruto del azar el que haya sido precisamente en este tiempo nuestro cuando EJJ ropa encuentre el camino de su unidad. Una vez desaparecidas las toabas e impedimentos artificiales de un nacionalismo nefasto, Europa ha dejado de ser una yuxtaposición de naciones para convertirse hoy en una gran sociedad surgida de un patrimonio cultural común. Los pueblos que hoy intentan echar las bases de una futura unidad, lo hacen porque es común a todos ellos un mismo modo de enjuiciar y resolver los problemas que afectan a la convivencia. Sin embargo, sería utópico pensar que esa unión está a la vuelta de la esquina. Nada más lejano de la realidad. Todos estos espectaculares acuerdos son los balbuceos, los primeros pasos dados en un largc camino en el que falta un también largo trecho que recorrer. Quedan aún vestigios, reticencias de un pasado cercano que actuarán, sin duda, como fuerzas disgregadoras, sembrarán el camino de obstáculos y frenarán la marcha. Pero, a la larga, el final sólo puede ser uno. La recién estrenada Europa de los Diez tiene una población de doscientos cincuenta y seis afilones de habitantes, superior a la Unión Soviética y los Estados Unidos; el volumen de su comercio exterior es de doscientos El jneditadísimo giro copernicano de la Gran Bretaña, en el que se renuncia a todo un jactancioso pasado de aislacionismo, está basado en la convicción de que la incorporación al proyecto unitario del Viejo Continente es la única alternativa política con proyección de futuro. tender su poder a todo el Continente, se encontró con que el nacionalismo le cerró el paso. En los tres casos se trató siempre de una supranacionalidad impuesta por el poder y la fuerza de una potencia dominadora. La realidad nos demuestra que sólo es posible la unidad en una Europa en la que sea ideología común el que todos los pueblos son iguales, y que por lo tanto no se unen para servir las ambiciones de uno de ellos, sino para potenciarse todos. ¿En qué nos basamos, pues, para afirmar que en Ia Europa de hoy se dan unas condiciones únicas y favorables para realizar la unidad? ¿Cuáles son los rasgos que imprimen esa homogeneidad mental al Continente? Creo que lo que realmente define a la Europa de nuestros días es un absoluto respeto a la dignidad del ser humano y el convencimiento profundo de que la fuerza ha de ser desterrada como medio de resolver los problemas y tensiones que surgen en el seno de toda sociedad. Todo lo demás son meras consecuencias; garantías jurídicas y constitucionales que aseguran el normal desenvolvimiento de estos dos postulados. No es, pues, Dos guerras que han asolado los campos del Viejo Continente y el alma de sus hombres han sido el trágico colofón de un siglo de feroz nacionalismo. De ahí que haya surgido la manifiesta voluntad de afianzar y potenciar los rasgos comunes y minimizar las diferencias, convencidos de que tres mil millones de dólares, frente a setenta y tres mil de los Estados Unidos, a los que también supera en producción de acero y automóviles. Es, sin duda, la segunda potencia económica del mundo. Y esto, a la postre, tiene que pesar. Los europeos unidos pueden tener voz y voto en el concierto de las naciones. Separados serán, como hasta ahora han sido, juguetes al albur de las dos superpoténcias. La tarea será ardua. Habrá que ir hilvanando con extrema habilidad las renuncias de soberanía que lentamente se vayan produciendo a lo largo de los años venideros, de manera que resulte un tejido de intereses e interdependencias que vayan haciendo de Europa un todo indivisible. Si, al final, el objetivo se consigue, el Viejo Continente se habrá adelantado a las demás áreas culturales y económicas, dando una gran prueba de madurez. Iniciará la era en la que la supranacionalidad y la cooperación sustituyan a los pretendidos particularismos autosuficientes. Emilio CONTRERAS

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