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ABC MADRID 22-03-1970 página 113
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ABC MADRID 22-03-1970 página 113

  • EdiciónABC, MADRID
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percibir su relación con las situaciones de la vida rorriente, con la urgencia de atender a las necesidades de os demás y de esforzarse sor remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendida todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participatío en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muere. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo como un extraño en ambiente de los hombres. 1 Otros- -en cambio- -tienden a imaginar que, para poder ser humanos, hay que poner en sordina algunos aspectos centrales del dogma cristiano, y actúan como si la vida de oración, el trato continuo con Dios, constituyeran una huida ante las propias responsabilidades y un abandono del mundo. Olvidan que, precisamente Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el amor y el servicio. Sólo si procuramos comprender el arcano del amor de Dios, de ese amor que llega hasita la muerte, seremos capaces de entregarnos totalmente a los demás, sin dejarnos vencer por la dificultad o por la indiferencia. Es la fe en Cristo, muerto v resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apatrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra. Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar. Seguir a Cristo no significa refugiarse en el templo, encogiéndose de hombros ante el desarrollo de la socie- dad, ante los aciertos o las aberraciones de los hombres y de los pueblos. La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos- -con la gracia del Cielo- -construir nuestro destino eterno. Sería empequeñecer la fe, reducirla a una ideología terrena, enarbolando un estandarte político- religioso para condenar, no se sabe en nombre de qué investidura divina, a los que no piensan del mismo modo en problemas que son, por su propia naturaleza, susceptibles de recibir numerosas y diversas soluciones. pierde lo que constituye la razón de ser de su vida. Conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas. Es necesario que nos metamos de verdad en las escenas que revivimos durante estos días: el dolor de Jesús, las lágrimas de su Madre, la huida de los discípulos, la valentía de las santas mujeres, la audacia de José y de Nicodemo, que piden a Pilatos el cuerpo del Señor. Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos, divinos y humanos, de la Pasión, penetrarán de esta forma en el alma como palabra que Dios nos dirige, para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de nuestras vidas. Hace muchas años vi un cuadro que se grabó en mi interior profundamente. Representaba la Cruz de Cristo y, junto al madero, tres ángeles: uno lloraba desconsoladamente; otro tenía un clavo en la mano, como para convencerse de que aquello era verdad; el tercero estaba recogido en oración. Un programa siempre actual para cada uno de nosotros: llorar, creer y orar. Ante la Cruz, dolor de nuestros pecados, de los pecados de la humanidad, que llevaron a Jesús a la muerta; fe, para adentrarnos en esa verdad sublime que sobrepasa todo entendimiento y para maravillarnos ante e! amor de Dios; oración, para que la vida y la muerte de Cristo sean el modelo y el estímulo de nuestra vida y de nuestra entrega. Sólo así nos llamaremos vencedores: porque Cristo resucitado vencerá en nosotros, y la muerte se transformará en vida. PROFUNDIZAR EN EL SENTIDO DE LA MUERTE DE CRISTO L A digresión que acabo de hacer no tiene otra finalidad que poner de manifiesto una verdad central: recordar que la vida cristiana encuentra su sentido en Dios. No han sido creados los hombres tan sólo para edificar un mundo lo más justo posible, porque- -además- -hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo. Jesús no nos ha prometido ni la comodidad tempora l ni la gloria terrena, sino la casa de Dios Padre, que nos espera al final del camino (cfr. loan. 14, 2) La liturgia del Viernes Santo incluye un himno maravilloso: el Crux fidelis En ese himno se nos invita a cantar y a celebrar el glorioso combate del Señor, el trofeo de la Cruz, el preclaro triunfo de Cristo: el Redentor del Universo, al ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con la fuerza de las armas, y n ¡síquiera con el poder temporal de los suyos, sino con la grandeza de su amor infinito. No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente El nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón. Y espera de nosotros, los cristianos, que vivamos de tal manera que quienes nos traten, por encima de nuestras propias miserias, errores y deficiencias, adviertan el eco del drama de amor del Calvario. Todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios, para ser sal que sazone luz que lleve a los hombres la nueva alegre de que El es un Padre que ama sin medida. El cristiano es sal y luz del mundo no porque venza o triunfe, sino porque da testimonio del amor de Dios; y no será sal si no sirve para salar; no será luz si, con su ejemplo y con su doctrina, no ofrece un testimonio de Jesús, si Josemaría ESCRIVA de BALAGUER

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