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ABC MADRID 25-10-1969 página 27
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ABC MADRID 25-10-1969 página 27

  • EdiciónABC, MADRID
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SEVILLA Y SU PARQUE DE MARÍA LUISA En una de las glorietas del parque, la efigie de la infanta que donó este paraje al pueblo de Sevilla. Una parte del bello parque sevillano. S EVILLA es una de las ciudades españolas en la que más abundan los jardines y las flores, tal vez por ser esto consustancial con la manera de ser de sus gentes, especialmente la mujer, que gusta de adornar su cabellera tal como se refleja n el teatro quinteriano. Sus viejos palacios, y la mayoría de las casas antiguas, conservan sus artísticos patios de airosas y esbeltas columnas de blanco mármol, con su fuente en el centro y grandes macetas de flores, con sus reverenciosas palmeras, imprimiendo al conjunto singular belleza y poético recogimiento, sobre todo en las gratas y solemnes horas del otoño, cuando el débil sol y la luz de los atardeceres dan a la estancia un tono pálido, de rubia miel, de oro viejo, o de granada espiga cftn el fruto maduro. Cada uno de estos patios es un jardín en miniatura, un pequeño parque recoleto, silencioso, apretado entre los cansados muros de las viejas casonas resquebrajadas por la acción del tiempo, para uso y deleite de sus moradores. Y si es en verano, el calor será más fácil de soportar, porque el sol tropezará con la barrera de la lona y llegará allí débilmente, tamizado, entre el susurro del agua del pequeño surtidor en penumbra. Así puede decirse que toda Sevilla es jardín, dentro de las mismas casas de vivienda, y en los balcones, las macetas olorosas que nos salen al paso por todas partes como un estallido multicolor, como una oleada de vida joven, fresca, renovadora, pudiendo elegir entre el geranio, la rosa, el jazmín, inundándolo todo con su aroma penetrante, embriagador. Pero por encima de todo esto, con su señorial aspecto y su aire de gran señor, accesible a todos, está el famoso parque que lleva el nombre de una infanta de entrañable recuerdo para el pueblo sevillano, por ser donación de tan ilustre dama, a la que el Comité de la Exposición Iberoamericana de 1929 erigió en el citadi recinto un pequeño monumento. Usl parque de María Luisa, de una gran extensión, dicen los sevillanos que es el mejí r del mundo. Lo que sí es cierto es que hay que verlo, hay que adentrarse por sus glorietas, sus bellas avenidas y otros rincones con los que la más variada flora, de caprichosas tonalidades, y las copas de sus árboles prodigan sombra a cuantos deambulan por tan grato lugar, para comprobar cuánto hay de hermoso en este parque hispalense cuyo nombre, por sí solo, parece entrañar recuerdos y evocaciones íntimas, un poco veladas ya a través de los tiempos. Jardines entrañables, parque de María Luisa, aureolado con un nombre de mujer, una infanta enamorada de Sevilla, de su sol, de sus flores, de sus cosas, que quiso donar a la ciudad lo que en sus mejores días fue. grato solaz y esparcimiento de los suyos. El parque de María Luisa es orgullo de Sevilla, legítimo orgullo de un paraje sin igual, que debe conservarlo con todo interés y prestarle las máximas atenciones. El turismo ya también al parque. Nacionales y extranjeros, con pasaporte de los países más diversos, preguntan por él en cuanto ponen sus pies en el hotel. Y en coche de caballos, lenta, pausadamente, como en los mejores tiempos, se dejan llevar por entre sus frondas olorosas, cuando a la caída de la tarde los jazmines y la albahaca ponen su blanca nota pincelada entre la copiosa mata verde irradiando ese perfume característico y embriagador, olor ceremonioso y poético, perfume que parece llevar y traer mensajes nupciales. Se ha escrito mucho sobre este famoso parque, se han dicho cosas en todos los idiomas. Plumas de todas las latitudes escribieron su nombre con adjetivos distin- tos, emotivos y vehementes, y la imageí del parque se fue ensanchando y tomando forma concreta en la memoria de todos. Mañanas de sol- brillante, luminoso, bajo la fronda del parque, que parece sonreír, con destellos de alegría, a las parejas de enamorados que pasean cogidos del brazo por los rincones más silenciosos y apartades, como si fuesen los dueños del mundo, sin importarles lo que ocurre a su alrededor. Igual que sus antecesores. Generación tras generación, siguiendo la misma senda, las mismas costumbres. Idéntica estampa que la de otaros parques similares, sin interrupción alguna. Pero, ¿que sería de estas zonas de esparcimiento público, evocadoras, bucólicas, sentimentales, si faltasen de ellas esas parejas jóvenes con las manos enlazadas, diciéndose sus cosas al oído, como si les faltase tiempo para contar y cantar su existencia? Y como contraste, también son de estos jardines los ancianos, los vencidos por la vida que, sin ilusiones ya, sin ambiciones de ninguna especie, lo contemplan todo con indiferencia y les da lo mismo una cosa que otra. Porque están ya muy distantes de esa juventud que ahora pasea ante ellos, risueña y alegre, con todo el mundo por delante. Pero el parque. sigue allí año tras año, testimoniando el paso de generaciones, y más generaciones, deleitándose con las bellezas de este lugar privilegiado merced a la generosidad de una infanta que se llamó María Luisa de Borbón. L. CONDE RIVERA (Fotos del autor)

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