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ABC MADRID 15-10-1969 página 19
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ABC MADRID 15-10-1969 página 19

  • EdiciónABC, MADRID
  • Página19
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PIANCHAZO ARÁ cosa de medio siglo, no recuerdo ahora exactamente el año, me llamó un día Belmonte desde Sevilla. ¿Por qué no te vienes a pasar unos días conmigo en el cortijo y al mismo tiempo te traes a Ramón? Lo pasaríamos muy bien y el domingo próximo nos iríamos en mi coche a Malaga, donde voy a torear una corrida. Ramón Pérez de Ayala aceptó la idea encantado y dos días después emprendimos el camino en mi cochecito por la carretera de Extremadura. La de Córdoba estaba entonces imposible. Mi viejo amigo Manolito Orovio me dijo que si queríamos pernoctar en Almendralejo nos fuésemos con toda libertad a la casa del marqués de Monsalú, gran amigo suyo, que se hallaba entonces ausente pero que no era óbice para que nos alojásemos allí. Y así lo hicimos, reanudando al día siguiente nuestro viaje. Nos recibió Juan a la caída de la tarde, con gran alborozo, refiriéndonos un episodio que le había ocurrido aquel mismo día. -Estos fueron testigos de la escena- -nos dijo señalando a su amigo el gran aficionado José María Medina y a Rafael El Gallo En mi vida me reí más. Creyendo que ibais a llegar anoche, mandé encerrar unas vaquillas para entretenerme y avisé a una poca de gente, entre las que se hallaba Fatigón. Ya le conoces tú: aquel tratante marchoso, algo gordo... -Sí, ya recuerdo, el señor Jiménez; del que me dijiste que era sacerdote y que toreaba y yo me escandalicé tanto porque me dijo que venía de casa de su amiguita... -Que no, hombre, que te equivocas. No es Jiménez, sino Fatigón. Estas cansado de conocerlo. -Bueno, ¿qué pasa con Fatigón? -le dije a Juan. -Pues que esta mañana se presentó aquí hecho una furia contra El Loco diciendo que éste le deshizo un trato, por lo que perdía de ganar veinte mil duros y que, en cuanto le viese le iba a matar. No había terminado con sus bravatas cuando llegó en un coche María Teresa Pickman con El Loco Por el ánimo de todos corrió un frío glacial de tragedia. Ven acá, granuja; que maldecios sean tus muertos- -le dijo Fatigón encarándose con El Loco ¿es verdad que has dicho al señor conde que mis cochinos padecían la triquinosis? le escupió, más que le dijo, echando espumarajos por la boca. Sí, señor. Eso he dicho y lo sostengo, y añado que usted es un chulo de lata y un tramposo y un cobarde. La gente, aterrada, se fue alejando de El Loco presintiendo el inminente desenlace trágico. 7 así sucedió. Fatigón, en el máximo paroxismo de su furia sacó un pistolón y disparó a boca de jarro sobre el genial Loco Este se desplomó sobre el suelo. El terror de la escena hizo enmudecer a todos los presentes salvo al Fatigón, que clamó poco menos que sollozando: Me ha buscado la ruina este granuja. To tiré al aire, no quería matarle y ahora el presidio. Me van a encadenar. Juro que no quise matarle. Desesperado tiró la pistola al suelo y salió huyendo a campo traviesa. Apenas se dio cuenta El Loco de la huida del Fatigan cuando se puso en pie y cogiendo varias piedras se las tiró al Fatigan que, presa del pánico, ni se enteró de la trágica farsa. Pasamos allí unos días deliciosos! Por las mañanas presenciábamos a caballo las faenas de acoso y derribo. Almuerzo a H base de exquisitos langostinos, que Juan mandaba traer expresamente de Sanlúcar, y unos guisos muy sabrosos que nos preparaba la servicial Asunción. El cigarro luego y una prolongada siesta, y otra vez al campo. A la noche el pescadito frito y la amena conservación de Ayala salpicada con las ingeniosas salidas de Juan. Para completar aquel cordial ambiente, añorábamos la presencia de Marañón, otro amigo incomparable. La mañana del domingo, terriblemente Pocos segundos después oímos los tranquilizadores ladridos de un perro. Otra vez caminamos más de una hor por la carretera y, Jal fin, otro pueblo. Vcl vimos a indagar: Puentegenil -nos re; s pondieron. -Lo primero que hay que hacer es éS terarse- -dijo Ayala- ¿Tenéis por ahí w mapa? Vamos a ver: ¿no hay una lampar, -eléctrica? Y después de un minucioso exa men crdenó al mecánico: -Tire usted hacia adelante, tuerza a 1 derecha, ahora siga usted recto. Una hora y otra por un camino infei nal. Dos ruedas que se desinflan en 1 ¿proximidad de un pueblo. Y mientras arreglaban éstas, andando nos acercamos a ur poblado en demanda de hospitalidad. ¿Qué pueblo es éste? -preguntó Ra món al llegar a una casa: bochornosa, nos llevó Belmonte a Málaga, donde toreó. Salimos apresuradamente después de los toros remontando las terribles y enormes montañas, cuando el cielo, casi negro, comenzaron a aclararlo luminosos relámpagos que infundían pavor. Empezó a llover torrencialmente. Juan nos tranquilizaba diciendo: -No paséis cuidado alguno. En estos sitios el peligro es tan sólo aparente, porque se pone cuidado. Donde se corre verdadero riesgo es en los llanos que se puede correr. Llegamos tarde a un tren que queríamos coger para ir a Madrid. Pasada la terrible tormenta llegamos a un pueblo. Puentegenil nos dijeron al paso. Y seguimos caminando una hora y otra hora. Yo iba adormilado cuando sentí que nos parábamos en el patio de un cortijo, rodeándonos varias gentes armadas y unos mastines imponentes. Un viejo guarda, que llevaba en la mano un farolito, lo acercó a nuestros rostros: ¡Toma, si es Juan Bermonte! Vais ustedes erraos de camino- -nos dijo- Meterse por aquí y no os separéis de los palos de la luz y pasado un rato llegaréis a la carretera de Córdoba. Otra vez me venció el sueño y desperté bruscamente al sentir otro frenazo. Vi que el mecánico sé echó las manos a la cabeza al tiempo que decía: ¡Un toro! Ss metió apresuradamente debajo del coche. Reinaba un silencio impresionante. En la penumbra, a unos pasos delante de nosotros, se destacaba el fulgor de dos ojos inmóviles. ¡Puentegenil! -volvimos a escuchar despavoridos. Yo caí a poco en un catre sin quitarme de encima una sola prenda y me dormí como un tronco. Por primera vez en mi vida, sin lavarme, reanudamos el viaje dos horas después. Ellos tomaron 1 tren en Córdoba hacia Madrid. Yo me fui con Juan al cortijo. Y al día siguiente emprendí solo el camino de Madrid. Poco antes de llegar al maravilloso Trujillo tuve un pinchazo. Durante algún tiempo estuve esperando a alguien que me socorriese. Al fin, a mi señal, se paró un coche regio del que descendió el mecánico, cubierto con un guardapolvo, que contrastaba con el lujoso Renault ¿Tiene usted gato? -me dijo muy amable. -Sí, pero por no molestarme, busque usted el suyo- -le dije- Y se puso a la labor con gran diligencia. -Vaya coche que lleva usted, amigo. Es realmente magnifico. De quién es? -le pregunté con toda ingenuidad al tiempo que buscaba un billete de cinco duros entero para gratificarle. -De un servidor de usted, señor Miranda. Soy el marqués de Monsalú, en cuya casa durmió. -Trágame tierra- -dije para mis adentros balbuceando unas torpes excusas. -No se apure usted, amigo, que el caso ha tenido mucha gracia. Sí señor... mucho salero... Sebastián MIRANDA

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