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ABC MADRID 05-10-1969 página 126
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ABC MADRID 05-10-1969 página 126

  • EdiciónABC, MADRID
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perc- -fmo pensamiento no jX; p, -Orno sentimiento ve r asombroso vigor r ¡c c j f es sentimiento que t- jho -á. o sea resentimiento n que se cree maltratado por Dios. Justo es confesar que para nosotros, las criaturas, es doloroso posar el pensamiento sobre la mujer fea, el hombre cobarde o tonto, el ser contrahecho, el enfermo ridículo, el demente, el idiota. Fácil es, como lo intenta h a c e r Wordsworth, tratar de elevar el tema, alegando que la inteligencia del idiota está oculta en Dios Estos casos, que a nosotros nos ofenden como injusticia divina, son parte de ese inmenso misterio que es el mal en la Creación. Nadie ha plasmado este misterio con más alucinante intensidad que Dostoievski, pero no hay literatura en el mundo de donde pueda estar ausente. Ya hace muchos años dediqué a este tema uno de mis Sonetos a la española No cubre Tu majestad el misterio de la pena, cáncer que al alma serena roe la serenidad. Omnipotencia o bondad tal misterio en Ti condena, y asi, Señor, Te encadena a la triste humanidad. El hombre, que en Tu grandeza creyó salvar su flaqueza, baja, en silencio, la frente, sintiéndose en Ti humillado ai. ver llorar a su lado el dolor del inocente. La diferencia entre una y otra envidia emana de la relación con el modelo. En el caso de la envidia objetiva, se da un desnivel entre lo que uno es y lo que es cualquiera, lo que se espera que sea todo el mundo. El desnivel es absoluto y el modelo es general. En el caso de la envidia subjetiva, el desnivel es relativo y el modelo es individual, o, todo lo más, un grupo. El envidioso no está mal dotado, y aun puede estarlo muy bien; pero le falta un don que tiene Fulano y que es precisamente el que él desearía tener. El envidioso subjetivo se suele polarizar sobre un envidiado. Otra paradoja. Porque pudiera muy bien reposar el ánimo sobre sus dotes naturales, pero no lo hace porque no le deja sosiego el pensamiento de no poseer precisamente aquel don que le falta, no por el mero hecho de faltarle, sino porque brilla en el Otro. Que esto tiene la envidia de dramático: de ser inquina contra una situación no general, sino concreta; no contra el v a c í o del envidioso, sino contra el lleno del envidiado. Y esta concentración de la envidia sobre un ser vivo la impregna de tragedia; que la envidia es la más trágica de las pasiones. Al envidioso no le bastan sus éxitos personales, y aun se le amargan y aun los detesta contemplando los éxitos del Otro, que son para él inasequibles porque florecen en una rama del árbol del espíritu de que él carece. Situación normal, sí, pero no inevitable, quizá ni siquiera general o frecuente. Los más de los que en ella se encuentran, es decir, los más de los que contemplan en otro un don que no poseen ellos, responden quizá mejor con admiración. La envidia es una admiración invertida o, quizá, introvertida; y aun es cosa de preguntarse si la envidia no sería la forma que toma la admiración en los introversos. El extraverso admira donde el introverso envidia. Si, para cada cual, el mundo se divide en dos, cuya frontera es la piel de cada cual, el introverso vive casi siempre en el medio mundo interno; y el extr averso en el externo. Al medir el don ajeno en el mundo interno, lo que choca es la carencia de este don en el observador- -de donde nace la envidia- al medirlo en el mundo externo, lo que llama la atención es la excelencia del don, y cómo enriquece la vida; de donde surge la admiración. Así, pues, la envidia es a la admiración lo que el vinagre al vino. E P ERO aqut viene la paradoja que anda siempre enredando entre los pensamientos humanos. Las grandes victimas de la injusticia divina, las mujeres muy feas, los hombres muy cortos de caletre, los contrahechos, mudos, ciegos, no suelen ser envidiosos, o, al menos, no lo son todos ni siempre. No hay una relación obligatoria entre adolecer de un defecto capital y sentir envidia, o sea que la envidia no es siempre, ni aun de modo n o r m a l psicológicamente objetiva. En cambio, es frecuente la envidia subjetiva, ¡u J i u sufre y se consume ¡c n se- todo lo que él qu ¡sier- c f aun cuando ya sea oosi v. L introverso, dado a observar sus más y sus menos personales, se dejará llevar por el sentimiento o resentimiento de injusticia, sobre todo si el don que le falta a él y le sobra al Otro es como un regalo de la naturaleza o de la divinidad. Esta es la situación que ha plasmado Blake en un poema famoso: Pedí a un ladrón que robara para mí un durazno, y alzó los ojos; pedí a una niña bonita que se acostara, santa y humilde, se echó a llorar. Volví la espalda, y al instante vino un ángel, guiñó un ojo al ladrón, sonrió a la niña y, sin decir palabra, se comió el durazno y, todavía virgen, gozó a la dama El envidioso se indigna. ¿Cómo? ¡Aquí estoy yo mendigando sin fruto, y viene ese ángel y se lleva todo sin ni siquiera pedirlo! Aquí llevo yo años y años laborando; o diré sin f ir u t o ni sin éxito, pero, en fin, sin resplandor, y llega ese que ni trabajar sabe, y porque sí se lleva el éxito. Esta es la almendra amarga de la envidia, la injusticia de los dones, que, claro está, puesto que son dones, son gratuitos. Regalo espontáneo de la naturaleza, el don es irrac nal. No se atiene a ese cuadriculado que el pensamiento humano echa sobre la naturaleza para intentar apresarla, como si una red de meridianos y paralelos pudieran pescar el mar. Quizá sea ésta la causa de que la envidia sea frecuente entre los intelectuales y aun más entre los inclinados al racionalismo. II faut admirer comme una brute decía Víctor Hugo, quizá co- mo candidato a la admin ción. Pero no. La admin ción, verdadero antídoto d ¡a onvHia, requiere intel gencia, y ui. i ñzá más it teligencid tic q h falta para la er. viulí hermosura exclamo e! mirador, oír o leer, expr sado tan a maravilla, lo qi todos pensamos. Porque admirador admira en ve alta; pero el envidioso cali Calla, medita, ferment rumia. Va por la acera enfrente. No cruzará mir das. No quiere que nad asome a la cuba de sal mu ra que le va fermentanc dentro, consumiéndole I a entrañas. Todas las pasión consumen, pero ninguna tanta tristeza como la en dia. La ¡ra arde, la gula hi cha, la soberbia se yergt rígida, la lujuria quema torna en ceniza el más a diente, pero todas estas p siones, al consumirse, consuman. Sólo la envid se ahonda más, y más aconcava cuanto más mué de sin comer, y jamás se s tisface. El envidioso es i perpetuo insatisfecho; mué de al envidiado, pero se r a mí mismo. E S la envidia, adem ¡la única pasión que centra sobre otro s La ira lo parece, pero no es. Estalla y ataca a otr pero no precisamente a e Otro que la c a u s ó -sir al que la ocasión o la c sualidad condenan por az a recibir su descarga, soberbia se basta a sí m ma y no singulariza inferí res. Todos lo son. La gu se descarga sobre la me puesta; y la lujuria sob cualquier persona que la i ciba y satisfaga. La avaric va al dinero y descarta persona. Pero la envidia concentra el Otro. Y nunca s e descare porque la envidia no se c clara. La envidia es si le ciosa, y si se expresa lo rá de modo impersonal indirecto. A una poetii muy bella por cierto, que hacía más que hablarme, o singular calor, contra cier tipo de poesía pregunté boca de jarro: ¿Pero c tra quién va todo eso Y se sonrojó. Era una en diosa. El ritme v a las imágenes v per. 6 i

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