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ABC MADRID 16-09-1969 página 7
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ABC MADRID 16-09-1969 página 7

  • EdiciónABC, MADRID
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A idolatría y los ídolos suelen suponerse pertenecientes a épocas pasadas y primitivas. Eso tenemos sobreentendido los orgullosos hombres de hoy. Sin embargo, ¡en qué gran medida es nuestra época idolátrica y erectora de mitos! Hay mitos generales- -en el peor sentido del concepto- como el de que la mecanización de la vida merece cualquier sacrificio que pueda suponer. Luego hay idolatrías concretas, fruto de elevar a un rango supremo ciertas necesidades o caprichos, con olvido de otras acaso más sencillas, pero más básicas. Las ciudades se van estrangulando de día en día a causa de los coches. Al meterse éstos por ellas, ¿hasta dónde llega la necesidad... ¿adonde empieza el mito, la idolatría... Ver chabolas con televisión y, desde luego, monótonos planteles de antenas sobre pueblos sin agua ni apenas urbanización es cosa corriente. ¿Necesidades? ¿mito? En este tiempo todo reviste caracteres de inundatoria idolatría más que de un racional y auténtico sentido práctico, del que tanto y tan gratuitamente se presume. Uno de esos mitos modernos es el instinto de fuga, el ir y venir incesante, los gigantescos éxodos masivos de las vacaciones. Sin embargo, de todos los delirios modernos acaso sea éste el que tiene más sentido. Revela que, por primera vez en la Historia, el hombre no soporta el medio ambiente que él mismo se ha creado, después de ser el animal que más pudo L adaptarse a las antagónicas condiciones naturales de la Tierra, desde el Ecuador al Polo. Se busca el campo, las ciudades en que no se reside habitualmente, el cambio de aires y horizontes. Lo malo es que allá a donde vamos el agobio de que huimos se traslada con nosotros; y, así, la escapatoria es inútil; ya no podemos vemos libres. Esto será inevitable mientras dure- -entre otras cosas- -la tiránica época del vehículo privado a motor (que no llegará al año 2.000, según Robert Jungk, uno de los mejores especialistas alemanes en problemas del futuro) Pero queda el mar; el mar ha ejercido siempre una atracción profunda sobre el hombre, ser terrícola de lento y pesado apego al suelo. Hoy esa atracción es mayor todavía por muchas razones. Cuando los que viven lejos del mar vuelven a él sienten una emoción intensa y compleja. Ahí delante se abre la enorme extensión, vacía de tierra y de sus servidumbres, pero llena de evidente realidad. La otra sugestión señera para nuestra especie es el cielo; mas éste sabemos que es, ante todo, un efecto óptico; se puede ir a la fría, turbia y científica estratosfera, pero no al alto azul, que es una. mera ilusión. En cambio, el mar nos besa los pies, fácilmente, en la playa o en una barca. Parados a contemplarle podemos meditar con ligereza, aunque con hondura, considerando esa movediza imagen de lo eterno que es el gran piélago. Imagen de lo eterno y lo absoluto que, no obstante, cabe tomar en el cuenco de la mano. Pero, aparte de las insinuaciones y atractivos de siempre que el mar conserva, lo que de él nos agrada más hoy es la liberación que supone del mal ambiente que en tierra domina. El asfalto, el hacinamiento, el ruido y el humo en que nuestra dudosa civilización se ve atrapada, cesan en el mar y ya casi sólo en él. Aunque las motoras deportivas, garabateando junto a la costa, empiezan a estropear el último reducto. En el litoral del Estado de California son algo excesivo, según parece. Allí habita Herbert Marcuse. Y he aquí que lo que él más detesta son precisamente los ruidos de las dichosas motoras. Las fobias de los filósofos críticos y revolucionarios de otros tiempos solían recaer sobre muy distintas cuestiones. Hoy se ven obligados a demostrar, ante todo, cosas como esta. El odio al ruido fuera el más oportuno precepto de esa nueva ética que, sin perjuicio de las otras exigencias morales trascendentes, parece necesario instaurar para que la vida moderna resulte soportable. Tiene el mar, por último, una circunstancia de gran atractivo: el mar es de todos, bien común de la especie. En él rigen unas normas de igualdad, respeto y cortesía que para tierra ya quisiéramos. El mar nos alecciona y educa y hace que nos sintamos aún libres y en paz. Carlos ALFONSO

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