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ABC MADRID 29-05-1969 página 23
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ABC MADRID 29-05-1969 página 23

  • EdiciónABC, MADRID
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MIRADOR nicipal del distrito, a mi lado, le quiso rendir el pequeño homenaje de su rúbrica. El amaba a los seres humildes y anónimos. Yo dejé paso al guardia y estampé mi firma detrás de la suya. Después, en un impulso repentino, subí los gastados escalones de madera. El corazón me temblaba, pero las piernas pudieron sostenerme. Ahora iba a vario por primera y única vez, en su casa, tantas veces visitada por sus buenos amigos y tantas veces descrita por ellos. Todo me lo sabía de memoria, todo me era familiar: la doncellita pulcra y discreta, el retrato de Zuloaga, los grabados franceses, la chimenea antigua, la mesa camilla... En la sala grande, después del pasillo, estaba Julia, su dulce compañera, con su gesto de bondad que no se cansa, de cordialidad que jamás desconfia... Fue penoso llegar hasta él. entrar en la pequeña e intima salita, que era suya y nada más que suya, donde él trabajaba siempre, haciendo lo que hizo casi toda su vida: leer y escribir. La mesa camilla estaba apartada junto al balcón: La modesta lamparita que iluminó tantas páginas magistrales, apagada. Sobre la chimenea, alineados con simetría- -la simetría impecable que le rodeó siempre- sus libros. La luz viva de la mañana madrileña, tamizada por las albas cortinas, iluminaba su semblante, más ascético que nunca. A sus pies había un ramo de violetas caballero de las violas lo había llamado Marañón) Todo era como debía ser y como yo lo había imaginado. Su muerte, como su vida. En orden. Con sencillez y dignidad, como entienden la muerte los españoles. Después me vi envuelta, sin quererlo, en el trafago de las visitas oficiales. Los granaderos y la imposición de la Medalla. Muy merecida para el gran forzado de las letras que fue durante casi un siglo. Y llegaron también sus buenas gentes levantinas: de Monóvar, de Alicante, de Yecla, de Valencia... Tipos que parecían salidos de las páginas de alguno de sus libros, marcados con la impronta de sus saberes. Para mí fue casi un prodigio conocer a su sobrina- nieta Pilar, una muchacha de veinte años, dulce y grave, como las muchachas de sus libros. Y me sorprendió gratamente saber que lo había leído y estaba compenetrada con su obra. Con ella fui después al Ateneo próximo, tan vinculado a él en su vida y en su obra. Pilar fue desgranando recuerdos de su ambiente entrañable y familiar de Monóvar. de su casita del Collado de Salinas, donde forjó La voluntad donde hizo sus Confesiones de un pequeño filósofo donde nació Antonio Azorín En el vestíbulo nos detuvimos frente a su retrato, entre los otros hombres del 98 que e fueron antes que él. ¡Cuan olvidados todos ellos! -pensé entonces y pienso ahora- -por la juventud actual. A pesar de que ellos se plantearon ya todas las cuestiones que los jóvenes pretenden resolver ahora... Al día siguiente, viernes, amaneció nublado. La triste nueva se había esparcido y el cielo se enlutó por él. A las cinco de la tarde descendió, por última vez, los gastados escalones de madera. Sus buenos amigos: don Julio, don José Luis, don Juan, don Dámaso, don Julián, lo sacaron en hombros a la calle, y en la plaza recoleta se formó el cortejo. Como estamos en el siglo XX, mecanizado y presuroso, no había coches de caballos, como a él le hubiera gustado. Además, en Madrid los cementerios están lejos, apartados, como si se los quisiera olvidar. Esto me hizo acordar que él, en su época juvenil, visitaba los cementerios, como lo J hacia también Gide. Al llegar a la Sacramental de San Isidro, donde quiso ser enterrado, los alrededores del cementerio tenían el aspecto de los lugares descritos por Baroja en sus novelas. La gente- -también barojiana- sin saber de quién se trataba, se unió al cortejo con esa mezcla de curiosidad y de gusto por lo dramático que tiene el pueblo. Sus buenos amigos: don Julio, don José Luis, don Juan, don Dámaso, don Julián, volvieron a tomar el féretro en la puerta del cementerio, con los rostros más crispados y las fuerzas más menguadas. Lentamente llegamos hasta el pequeño túmulo donde esperaban los sepultureros. Para enterrar a un hombre- -dice León Felipe- -cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero. Y después, cuando el cerco humano se condensó y los rostros se inclinaron ansiosos hacia la fosa, recordé las palabras del mismo Azorín: La vaga melancolía de ue estaba impregnada nuestra generación confluía con la tristeza que emanaba de los sepulcros. Sentíamos el destino infortunado de España... y nos prometíamos exaltarla a nueva vida. Sobre la madera oscura del féretro, tres rosas encarnadas- Tres roses en un pomell era el título de una de sus obras juveniles- -simbolizaban el recuerdo de su compañera. Sobre ellas empezaron a deshacerse los terrones. Cuando las rosas rojas- -último vestigio de vida- -quedaron cubiertas por la tierra, todos nos apretamos más, mirándonos con extrañeza. Todos esperábamos que alguien hablase, que alguien dijera unas palabras de despedida al maestro de las letras españolas. Pero esas son costumbres del siglo pasado. Ahora ya no se estilan los discursos ni los homenajes fúnebres en los cementerios. Ahora un poeta ya no puede revelarse ante la tumba de otro poeta, como en la época de Larra y de Zorrilla. Sus buenos amigos: don Julio, don José Luis, don Juan, don Dámaso, don Julián, estaban allí, las caras más crispadas, los ojos más húmedos. Pero las bocas permanecieron cerradas. No hay que llorar, ¡silencio! Regresamos al centro. La tarde se había puesto mustia. Caminamos por la Moncloa, cerca de la Ciudad Universitaria. Entramos en un café lleno de estudiantes. En una mesa cercana a la nuestra un grupo numeroso charlaba y reía animadamente. Tal vez no se habían enterado aún de que Azorín había muerto, aunque lo publicaban todos los diarios en primera plana. Hoy buscarás en vano a tu dolor consuelo. Después constaté con tristeza, hablando con algunos de los universitarios, que apañas si las sonaba el nombre de Azorín. Ahora que estoy en una Universidad francesa he comprobado oue aquí tampoco lo conocen la mayoría de los estudiantes, a pesar de que él quiso tanto a Francia y escribió tan bien de ella. Pero esto no me duele tanto, porque ellos no son españoles. A dos años de la muerte de Azorín y viviendo lejos de Madrid, siento que fue un honor el haber podido acompañarlo á su última morada. Y pienso que es uáa gran lástima que tantos jóvenes universitarios- -no quiero saber cuántos- -no participen de este gozo de conocer y gustar la obra ds quien fue un clásico viviente, que además residió en Madrid la mayor parte de su vida. Precisamente en su libro Madrid publicado en 1940, reproduce Azorín un soneto de Francisco de la Torre, cuyo primer verso dice: Estrellas hay que saben mi cuidado. Este verso le pareció delicado. El poeta- -dice Azorín- -suele vivfr solitario, sin poder expandir su tristeza. Pero allá en el cielo- -el cielo traslúcido y negro de las noches sin luna- -hay una estrella que conoce sus cuitas y le acompaña. ¿Tendré yo también alguna estrella que sepa mi cuidado? -se preguntaba al final Azorín un poco angustiado. En este año especialmente marcado por las experiencias espaciales, nos imaginamos a Azorín- -cosmonauta del espíritu- -suspsndido en el espacio infinito que es el pensamiento. Y ahora que ha salido del tiempo, que es el- tránsito de las cosas Monóvar. Detalle de la casa donde nació Azorín. para entrar en la eternidad, que son las cosas sin tránsito creemos que habrá encontrado por fin la estrella de sus cuidados. Pero quisiéramos creer también que los jóvenes de 1969, esos mismos jóvenes que se manifiestan en las aulas universitarias, conocen la obra de Azorín y sus afanes, que se pueden sintetizar en uno sólo: su profundo amor a España. Teresa RAMONET

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