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ABC MADRID 27-04-1969 página 147
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ABC MADRID 27-04-1969 página 147

  • EdiciónABC, MADRID
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CIENCIA LA CLAVE DE NOSOTROS MISMOS OLICITAR una entrevista con el faraón Tutankhamen no es cosa que se haya pasado normalmente por la imaginación a cualquier adulto de los que ahora vivimos. Con un permiso especial y venciendo la natural repugnancia podríamos llegar a estrechar la mano de su momia, pero no procedería tildarse luego de descortés porque no respondiera a nuestras preguntas. Cuando nuestros hijos, ahora lactantes, se acerquen a centenarios, las fronteras entre lo posible y lo imposible pueden, sin embargo, haberse desplazado un buen trecho. La imagen sería todo un símbolo: un bisabuelo de la segunda mitad del siglo XXI, conversando con un jovenzuelo perteneciente a la dinastía que gobernó Egipto hace treinta y cinco centurias. Cada uno joven y viejo a la vez, según se mire. ¿Quién daría los consejos? Pensándolo un poco, más bien nuestro hijo. En todo caso, un mentís al conflicto generacional que tanto se airea en nuestros días. Todos pusimos cara de estupor cuando alguien nos enseñó que en la escritura china existe un signo distinto para cada palabra, seguramente por consolarnos del esfuerzo tan grande que acabábamos de hacer aprendiendo a leer y escribir nuestra propia lengua. A nosotros nos habían bastado veintisiete signos para ser capaces de adentrarnos en la más complicada obra, y de todo corazón alabamos entonces esa suerte. El Quijote no anda lejos del millón de letras, pero lo que se dice distintas no hay más de veintisiete. Lo importante es el orden en que van colocadas. Alterar la posición de una sola letra puede cambiar el sentido de la frase, hacerla perder significado, y hasta añadir (o quitar) algún taco. Combinando veintisiete letras podemos escribir lo que queramos. Combinando aproximadamente otros tantos sonidos podemos decir cuanto nos venga en gana. Con sólo diez cifras podemos expresar la cantidad que nos plazca. A los ordenadores electrónicos les bastan dos cifras para sus operaciones. De hecho, sólo dos elementos, punto y raya, serían suficientes para editar un Quijote en morse. La misma cuestión se planteará siempre allí donde sea necesario determinar o definir un gran número de entidades. Asignar a cada una un símbolo sencillo traería consigo un rápido agotamiento de nuestro repertorio de símbolos. La solución consiste en elegir unos cuantos y combinarlos. El resto va con cargo a las inmensas posibilidades de la Combinatoria, esa especie de magia con la que todo quinielista suele estar ya bien familiarizado. Quien más quien menos ha calculado alguna vez el escalofriante número de boletos q u e habría de rellenarse para conseguir las combinaciones posibles de los tres conocidos signos 1 x 2 en catorce partidos. S Cuando se acercaba el momento en que las primeras formas vivas harían acto de presencia en nuestro globo, la Naturaleza debió enfrentarse con ese mismo problema y resolverlo. Su solución no fue diferente en esencia de las que andando el tiempo aplicaría nuestro intelecto para sus aventuras verbales, literarias o aritméticas. Cualquier planta, cualquier animal, llevan en todas y en cada una de sus células el profundo mensaje de su propio ser, escrito en un lenguaje de cuatro elementos. Cuatro moléculas orgánicas de carácter ácido que genéricamente se denominan nucleótidos. Repetidos muchas veces, en un orden generalmente distinto para cada individuo, los nucleótidos se alinean formando las largas cadenas del ácido desoxirribonucleico (A. D. N. que un autor llamó los lulos de la vida Como el A. D. N. puede contener millones de eslabones, con cuatro alternativas distintas p a r a cada uno, el número de combinaciones posibles raya con lo inimaginable. Pensemos en un boleto gigante con millones de partidos, donde cada uno admitiera una cuarta solución además de las tres normales, una T por ejemplo que significase suspendido o aplazado por el mal tiempo Cada entidad viviente venimos a corresponder con una de las posibles formas de rellenarlo. No es nada extraño que el sistema haya servido con holgura para definir la inmensa variedad de seres que existen y han existido, quedando aun ilimitadas combinaciones libres para los que pueden llegar a existir. El orden o secuencia de los nucleótidos en el A. D. N. proporciona la clave para construir después las complicadas moléculas de las enzimas, que a su vez dirigen l a s transformaciones bioquímicas internas de cada célula. En el rendimiento adecuado de estas reacciones y en las interacciones entre sus productos, reside la base principal para la manifestación de los caracteres que definen a los organismos vivientes. El A. D. N. puede, además, duplicarse en el interior de los núcleos celulares y fabricar copias de sí mismo, funcionando así como vehículo en la transmisión hereditaria de aquellos caracteres entre generaciones. Otra propiedad del A. D. N. es su formidable resistencia a agentes destructores externos, muy acorde con su papel de depositario de la clave genética. Cuando se tratan los tejidos vivos con detergentes fuertes, se disuelven y destruyen la mayoría de los componentes celulares. El A. D. N. queda intacto, y es así como se extrae en los modernos laboratorios de Bioquímica. Es más que probable la persistencia de A. D. N. intacto, en tejidos momificados, e incluso entre los recovecos- óseos de cadáveres sin momificar que no se hayan descompuesto excesivamente. En teoría, esto pone a nuestra disposición toda la información genética necesaria para reconstruir el individuo que murió. Pero confesemos de antemano que la Ciencia está, hoy por hoy, todavía lejos de poder realizar tan fantástica hazaña. Obtener un individuo completo a partir de una sola célula somática entra en lo factible cuando se trabaja con animales inferiores, y no hace mucho se ha conseguido plenamente con ciertos vegetales superiores. La especie humana se resiste por ahora. Algunas de sus células se multiplican bien en cultivos a j e n o s al cuerpo, mas no se acierta a estimularlas para que se organicen en un embrión. Algo similar ocurre con los óvulos fecundados, que no alcanzan in vitro más allá de unas pocas divisiones coordinadas. Pero es indudable que cada célula posee toda la capacidad genética necesaria, y el problema se centra casi exclusivamente en las exigencias nutritivas y hormonales de esa primera edad, difíciles de reproducir con exactitud. Cualquier lustro de los venideros nos traerá la sorpresa, y a partir de un insignificante pellizco en la piel, se podrán derivar cien personas genéticamente idénticas a su progenitor. Nada menos que la posibilidad de multicopiar a todo genio que demuestre merecerlo. El otro paso, obtener una célula viva a partir de A. D. N. molecular, se presenta más difícil todavía. Para poner en marcha la actividad biológica de este ácido, extraído por ejemplo de una momia, habrán de prestársele al principio algunas enzimas externas, sin que ello vaya en detrimento de la personalidad del producto final. Pero lo verdaderamente delicado será el provocar la actividad adecuada de un modo diferencial en las distintas porciones de su larga molécula. ¿Sería realmente el propio faraón Tutankhamen el p o s i b l e resucitante que aludimos al principio? Sinceramente hay que contestar que no. Sería idéntico a él en todo aquello que es heredable y depende del A. D. N. en general una proporción de caracteres mucho más extensa de lo que cree la gente. Otras facetas, las adquiridas en vida por efecto del medio ambiente, y en particular sus vivencias y recuerdos, serían netamente distintos. Desde luego no cabría esperar de él la más mínima aclaración verbal sobre la Historia de Egipto, ni siquiera el más leve chisme sobre la vida cotidiana de aquellos tiempos lejanos de la XVIII dinastía. Pero analizar el grupo sanguíneo, medir el coeficiente de inteligencia básica y apreciar un sinfín de caracteres físicos y psicológicos del verdadero faraón, sería no solamente posible, sino la mayor parte de las veces exacto. Po dríamos ver incluso lo que a sus mismos contemporáneos y subditos no les fue dado: el aspecto que hubiera tenido en su madurez y senectud aquel muchacho que subió al trono a los nueve años y murió a los dieciocho. César GÓMEZ CAMPO 35

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