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ABC MADRID 16-04-1969 página 9
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ABC MADRID 16-04-1969 página 9

  • EdiciónABC, MADRID
  • Página9
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Descripción

Andrés de Grecia, principe Eugenio de Greda, príncipe Luis Fernando de Baviera y principe heredero de Monaco. Detrás de éstos hallábanse el principe Jenaro de Borbón. con uniforme de oficial de Marina y la banda de Carlos HI: sus hermanos don Raniero y don Felipe, alumnos de la Academia de Caballería. Las diez y cuarenta minutos marcaba el reloj de la iglesia en su esfera de la nave cuando sonó una vez más la Marcha Real y penetró el Rey bajo palio y seguido del infante don Carlos y del infantito, Príncipe heredero. La presencia de éste constituyó una de las notas más interesantes de la solamnidad de ayer. El infantito, vestido de blanco y con su cara de ángel sonriente, iba de la mano de su padre detrás del Rey, pero no se resignaba a ir en segundo término y, deslumhrado por el espectáculo grandioso del templo, quería adelantarse a su augusto tío. Después le recogió la. duquesa de Santo Mauro y se le llevó sacristía adentro a una tribuna reservada, donde lo vio todo a su completa satisfacción. Vestía el Rey uniforme de capitán general de gala y cruzaba su pecho la banda de la gran cruz roja del Mérito Militar. Ccupó uno de los sitiales del trono, oró un momento, se sentó, dirigió saludos a varios de los personajes presentes y, por primera vez, miró el reloj. Los minutos pasaban. La impaciencia era visible en Su Majestad. Benalúa se acercaba al trono, llamado por el Rey, salía a la puerta, volvía al lado de Don Alfonso y nuevamente Su Majestad miraba su reloj y después el de la iglesia para ver quizá cuál de los dos andaba más despacio de lo que él quería. Pasaron treinta y cinco minutos. A las once y veinte llegaba la Princesa. La orquesta entonó el Himno inglés. Entraron primero el príncipe Alejandro Alberto de Battenberg, con uniforme de guardia marina de la Armada inglesa, con la banda de Carlos Ht; sus hermanos, los príncipes Leopoldo Arturo y Mauricio Víctor, vestían los elegantes trajes de los highlanders el primero con pantalón largo, y el otro con la característica faldilla. La futura Reina entró bajo palio, dando su mano izquierda a la Reina Daña, Cristina y llevando a su derecha a su madre, la princesa Beatriz. La santidad del lugar no pudo impedir en la concurrencia un murmullo de admiración. Estaba la Princesa sencillamente encantadora. Avanzó majestuosa, haciendo resaltar con el blanco de su traje bordaido en plata y salpicado de azucenas y azahares el oro de sus caballos y el suave y nacarado rosa de su cara y de sus manos (no se las enguantó hasta momentos antes de salir del templo) Su corona y su collar eran de gruesos brillantes. La figura soberanamente distinguida y elegante de la Reina Daña Cristina, que vestía rico traje color malva claro con encajes y manto del mismo color, y llevaba valiosísimas joyas, y la de la princesa Beatriz, vestida con traje gris oscuro y encajes, eran marco digno de aquella figura ideal de la futura Reina. La novia y el Rey subieron al altar, y con ellos los padrinos: Su Majestad la Reina. Cristina y Su Alteza el infante don Carlos. La princesa Beatriz se quedó en su puesto entre el cortejo de Principes. Y dio comienzo la ceremonia, oficiando el cardenal Sancha, vestido de pontifical. Cumplidos los requisitos de ritual y hechas las mutuas promesas, el Rey se levantó y fue a besar la mano a su madre; pero la madre no se contentó con tan poco. La ternura y el cariño se impusieron al ritual. Otro tanto ocurrió con la ya Reina y con su madre. Descendió del presbiterio, fue a buscarla al último puesto, en la fila de Príncipes, hízola una graciosa reverencia, besóla la mano, y también triunfó el corazón sobre la etiqueta: madre e hija se abrazaron y se besaron con efusión. Sigue la misa de velaciones, mientras el Orfeón de Pamplona cantó el Tota pulchra de Guilleman, y el O salutaris de Laurent de Rilli. Terminó la misa. Los Reyes pasaron al treno. Ciento cincuenta ejecutantes, entre cantantes y músicos, interpretaron el gran Te Deum del maestro Mateos, obra de gran efecto para dos masas corales y orquestales situadas sn ambos extremos del templo. Fue éste el instante de mayor brillantez de la ceremonia. Todo el templo resultaba de imponente grandiosidad. Los dos jóvenes Reyes, de pie en el trono, sonreían de felicidad. Las trompeterías de Jos órganos, Jas voces de la capilla, las melodías de les instrumentos, el resplandor de millares de luces, la confusión de colores de trajes y uniformes, todo parecía contribuir a una fantástica apoteosis del amor. Terminada la ceremonia, los Reyes y los Príncipes penetraron en el claustro, en uno de cuyos rincones se habían colgado tres soberbios tapices, formando una estancia que recibía la luz de la monumental arcada por donde la hiedra trepa, se firmó el acta notarial y se cambiaron muchas felicitaciones. Volviese aún al templo, donde Príncipes e infantes desfilaron ante el trono saludando a les Reyes, a la Reina Cristina y al Cuerpo diplomático, y acabó toda. A la salida del templo fueron aclamados con verdadero delirio por el pueblo. Les invitados desfilaron, comentando las dos notas más salientes de la solemnidad, fuera de lo que motivaba ésta, o sea la boda, y eran la presencia del infantito, que despertó tedas las simpatías por su carita de ángel y por su porte general y graciosc, y el relieve que tuvo en el cuadro admirable de la ceremonia la figura de la Rsina Cristina, interesantísima siempre, pero más ayer, que, dominando en su interior la lucha entre la felicidad presente de su hijo querido y el recuerdo de la hija adorada, muerta hace bien poco, sabía mostrarse- no sólo Reina por derecho que su hijo proclamó después de jurar él en las Cortes, sino Reina de la distinción, de la bondad y de la grandeza. Ángel María CASTELL

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