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ABC MADRID 28-02-1969 página 11
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ABC MADRID 28-02-1969 página 11

  • EdiciónABC, MADRID
  • Página11
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En 1941 falleció en Roma el Rey Don Alfonso XIII. Poco antes había abdicado en favor de su hijo Don Juan. Víctor Manuel de Italia asistió al entierro del Rey de España. Con él, en primer término, vemos, a su derecha, al Conde de Barcelona. A la izquierda del Rey de Italia aparece el Infante Don Jaime. vistió con el manto de Gran Maestre de las Ordenes Militares de Calatrava, Santiago, Alcántara y Montesa, estrechando sus manos un crucifijo inclinado hacia el corazón generoso que había dejado de palpitar. El cuadro en su tomo tenía todo el dolor humano de una familia cristiana. La Reina Victoria Eugenia lloraba de rodillas con sus dos hijos, Don Juan y Don Jaime, y sus dos hijas, las Infantas Doña Beatriz y Doña María Cristina. Posteriormente la primera guardia de honor al cadáver de Don Alfonso X m la hicieron, con gesto espontáneo de filial reconocimiento, todos los embajadores y ministros plenipotenciarios h i s p a n o- americanos acreditados en Roma. Más tarde, desde la mañana del 3 de marzo en que el cuerpo exánime del Soberano católico fue trasladado, por generosa disposición de Víctor Manuel III a la basílica de San María de los Angeles para que recibiera el homenaje del pueblo romano, fueron los magníficos coraceros reales los qué le dieron la guardia día y noche, y durante los funerales oficiales, hasta el momento de ser conducido el regio ataúd a la iglesia nacional española de Santa María de Montserrat, en un largo itinerario cubierto por las tropas italianas. Brotaban ya, con lágrimas, los versos del famoso romance de Agustín de Poxá: Entre, las fuentes de Roma se lo llevan en su caja. Con tierra en que no ha reinado le cubren sin hacer salvas. Soldados que no son suyos le están presentando armas... Roma se asoció, con respeto silencioso, al duelo de aquel entierro de un Rey que lo fue siempre, desde la cuna al Trono, desde el Trono al destierro, y cerró su comercio y agrupó a millares y millares de personas en el dilatado trayecto, que va desde la piazza della Essedra hasta la castizamente aristocrática Via de Monserrato. Recientemente he evocado en la revista Doce de Octubre de Zaragoza, las veces que en su doloroso destierro romano Don Alfonso x m en sus muchas visitas a la iglesia española de Santa María de Montserrat y Santiago había pensado, con mucho y justificado pesimismo sobre su gran espíritu, que seguramenfte allí se presentía su sepultura, aunque fuera provisional. En el templo español, el Rey de España ocupaba su asiento en la tribuna a la izquierda del altar mayor, y siempre, como en la Capilla Real del Palacio de Oriente, ofrecía un ejemplo completo y una lección perfecta en el conocimiento y práctica de la liturgia. Pero, además, Don Alfonso se sabía ce por be la historia de la iglesia que en más de una ocasión había soñado con embellecer, si Dios le hubiera devuelto el Trono a él o a su hijo. Y resultaba gracioso oírle 8 htar, con su gracejo madrileño, cómo nació lo que se llamaría después la Obra pía española de Roma haciendo la historia de aquellas dos españolas, la una de Barcelona y la otra de Mallorca que fundaron sobre casas de su propiedad dos hospitales para los peregrinos y enfermos hispánicos, con separados hospicios para los hombres y las mujeres uno llamado San Nicolás de los Catalanes, por una capilla erigida en honor de este Santo, y otro dedicado a Santa Margarita, cuyo nombre llevaba la mallorquína, mientras la barcelonesa se llamaba Jacoba. En estas instituciones benéficas se fundamenta, posteriormente, la Obra pía y la iglesia española de Roma edificada por aragoneses y ca- j talones durante el pontificado de Alejan- 1 dro VI- -nuestro difamado Papa Borgia- -I dos siglos después de fundarse el hospital- f hospicio de Jacoba y Margarita.

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