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ABC MADRID 20-02-1969 página 11
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ABC MADRID 20-02-1969 página 11

  • EdiciónABC, MADRID
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CRISTINA La Reina Regente María Cristina jura fidelidad a las Leyes del Reino. unidas han gastado su pólvora en salvas. ¡Había paz en el mundo! Por poco tiempo, desgraciadamente. La isla de Cuba se aprestaba para la guerra y la Reina María Cristina, que conocía las intenciones de los Estados Unidos, se dirigió a casi todos los Gobiernos europeos pidiéndoles su intervención. La mayoría contestaron con evasivas. Sólo el Emperador de Austria se ofreció a su prima, pero sus propósitos fracasaron y entonces Francisco José hubo de exclamar: Ya no hay Europa frase que en pocos años se ha convertido en realidad. Doña María Cristina gobernó de tal manera que Castelar, en una célebre carta dirigida a Sagasta, decía: Me asombra cada día más su maravilloso instinto político. El nuncio en Madrid, monseñor Mariano Rampolla del Tíndaro, admiraba sinceramente a la Reina y por ello consiguió que Ja mayoría del clero y de los obispos, que eran carlistas, asistieran a la presentación del recién nacido Alfonso XIII, y que después, casi todos, fue ran paulatinamente expresando su adhesión incondicional al Trono, que, en nombre de su hijo, regentaba Doña María Cristina. Terminada su m i s i ó n en España, Rampolla fue elevado a la púrpura cardenalicia, concediéndosele la Secretaría de Estado de León XIII. En su nuevo cargo mantuvo abundante correspondencia con la Reina, ayudándola en cuantas ocasiones pudo, especialmente en el asunto de las Islas Carolinas, que se resolvió satisfactoriamente gracias a su intervención. Cuando el inicuo despojo de nuestras colonias, la Reina fue el símbolo de la patria ultrajada; su noble figura irradiaba firmeza, dolor y patriotismo. Por esta conducta la Corona no se hundió con las escuadras en aguas de Cavite o Santiago, y Doña María Cristina pudo conservarla hasta ceñir con ella las sienes de Alfonso XIII. La clemencia fue su virtud predominante el primer decreto que firmó como Regente fue el de una amplia amnistía y no tan extensa como hubiera deseado por oponerse el Gobierno. El 17 de mayo de 1886 nace Alfonso XIII y el 2 de julio el Papa León XIII otorga a la Reina la Rosa de Oro. El año 87, en septiembre, el general Villacampa intenta sublevar la guarnición de Madrid; fracasa, y juzgado por un Consejo de Guerra se le condena a muerte. La Reina se apresura a indultarle, aun antes de que el Gobierno tome la decisión. Aquel acto de magnanimidad acabó con los pronunciamientos que dominaron el siglo XIX, hasta terminar con el destronamiento de Isabel II. Sobreviene un largo período de tranquilidad y de paz, pero el 24 de febrero de 1865 con el grito de Baire comienza la guerra de Cuba. Y al año siguiente la insurrección de Filipinas; dominada por Polavieja, éste se excedió en la represión, cometiendo el error de fusilar al doctor Rizal contra la opinión de Cánovas. La figura de Rizal, espíritu selecto, educado en España, se convirtió en la mejor bandera para la causa de los rebeldes. La Reina, al tanto de la situación internacional por su informadores y por la lectura diaria de casi todos los periódicos de Europa y América, se dio cuenta antes que nadie de la actitud de los Estados Unidos con respecto a Cuba, Puerto Rico y Filipinas; y asimismo conocía muy bien la potencia bélica dé aquel país, ignorada totalmente por todos los gobernantes y políticos españoles, lo mismo monárquicos que carlistas o republicanos. Por conocer la verdad de los armamentos respectivos, la Reina se opuso a la guerra, pero no pudo evitar que los americanos, que la deseaban, aprovechasen el hundimiento del Maine en el puerto de La Habana, para declarar la guerra a España y en pocos días acabar con nuestras encuadras en Cavite y Santiago. Cuando el Tratado de París puso fin al Imperio colonial español, nadie hizo culpable de aquella pérdida a la Reina Doña María Cristina. Ella fue la única que quiso evitar la contienda, pero la guerra era popular y los españoles todos la exigieron a gritos por las calles y plazas de los pueblos y aldeas. Y triste es decirlo; pero mientras nuestros marinos y soldados se hundían con los barcos en aguas de Filipinas y Cuba, los españoles llenaban los teatros y las plazas de toros. Algún tiempo después el pueblo reacciono y, consciente ya de su error, volvió los ojos hacia aquella mujer admirable que había sabido conservar la Corona en las sienes de su hijo como una reliquia de nuestra antigua grandeza. Jamás se ha sentado sobre el Trono español- -dice P a l a c i o Valdés- -mayor suma de dignidad, de sensatez y de rectitud y añade: Tras el inicuo despojo de nuestras colonias, la serena dignidad de la Reina se comunicó a todos los españoles. Aquella mujer era el símbolo de la Patria ultrajada, su nobre figura irradiaba firmeza, dolor y patriotismo. Bien se la conoce el nacimiento, la estirpe, que es la más encumbrada del mundo dice Pérez Galdós; y esta estirpe la transmitió a su hijo, educado de tan perfecta manera que su reinado con- tara en la historia de la cultura española, si no como un siglo de oro, al menos como una era de plata palabras de Salvador de Madariaga, historiador n a d a sospechoso. Doña María Cristina se propuso hacer de su hijo un monarca justo y un soberano ejemplar. Muy inteligente el regio niño asimilaba las enseñanzas de su madre de manera tan perfecta que, pasados muchos años, repetía, a! a letra, aquellos consejos. A sus dos hijas las educó de igual manera por si llegaban a ocupar el Trono. Casaron jóvenes, y ambas murieron de sobreparto, lacerando el corazón de su madre. La Reina había gozado siempre de muy buena salud. En la noche del 5 al 6 de febrero de 1929 sintió un dolor en la tabla del pecho que la hizo llamar a su doncella, quien la verle la cara se dio cuenta de la gravedad y por el teléfono interior llamó al médico de guardia, doctor Petinto. Este hizo un tratamiento de urgencia y avisó al Rey. Su Majestad- -cuenta el doctor Petinto- -me comunicó toda su admirable entereza. Fueron minutos brevísimos, pero durante ellos, el, hijo no hizo sino procurar la salvación de la moribunda, sin enternecimientos inútiles. La Reina había muerto. Al darse cuenta Don Alfonso rompió a llorar como solo por su madre llora un hombre. Manuel IZQUIERDO HERNÁNDEZ

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