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ABC MADRID 06-11-1955 página 52
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ABC MADRID 06-11-1955 página 52

  • EdiciónABC, MADRID
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A B C DOMINGO 6 DE NOVIEMBEE DE 1955. EDICIÓN DE LA MAÑANA. PAG. 56 SOLEDAD España ha llevado a cuestas durante más de tres siglos la leyenda negra, cuyo nacimiento, desarrollo y extinción han estudiado tan minuciosamente nuestros historiadores y los historiadores que no son nuestros. Pero en estos tiempos que corren, lleva a cuestas la incomprensión, precisamente, de la parte del mundo que debiera sernos más afín. El rumbo que dimos a la vida en el siglo de la Ilustración puede tener alguna parte en el mal: cuando los países europeos más cercanos se embarcan en las ilusiones del progreso infinito y las quimeras de la pedagogía, que en poco tiempo acabaría con las imperfecciones del hombre, España, vuelta hacia lo que acaba de ser en la guerra y en la fe, permanecía a manera de una estatua de sal. No es de extrañar que fuesen nuestros vecinos los que menos nos entendieran; pero como daba la casualidad de que esan ellos quienes hacían las categorías que, andando los años, iban a servir para entender el mundo moderno y sus empresas... Algo nuestro fue haciéndose más nuestro y más intransferible día a día, que: los extranjeros que nos visitaban solían confundir con lo que es meramente local y pintoresco o con lo que los siglos dejaron aquí, como en a c á- rreo oscuro, y aquí se quedó para siempre. Ahí están, sin ir más lejos, los libros de Gautier y Edgar Quinet. Hasta iue Keyserling nos vino con aquello de que, para conocernos era menester abandonar las ideas que era de rigor en el conocimiento de los otros pueblos europeos. Después de todo, es lo que debatieron los hombres del 98, sobre todo Ganivet y Unamuno. Pero lo que más nos contrista es que la mayoría de los libros que se han escrito sobre nosotros en estos últimos años, si se aguza el oído, se. advierte en seguida que nos tachan áe poco corteses en la vida colectiva. La S costumbres españolas son poco refinadas y el comportamiento social deja algo que desear por estas latitudes. El reparo de estos visitantes nos contraría porque, bien miradas las cosas, no es disparatado. Hace tiempo que echamos de menos, en nuestra conducta social, ciertas normas de estética que, por lo pronto, permitirían obrar con espontaneidad a los que no se resignan a perder, sin más, las virtudes que adquirieron, tal vez a lo largo de muchos esfuerzos o de una. educación penosa ii que no hubo más remedio que acallar los impulsos para someterlos a normas claras. Puede ser cierto o no serlo que la educación consista en anular en cada uno sus miras egoístas, pero lo que es más claro que la luz es que sin ascender a un plano de convivencia, en donde se disipan muchas actitudes particulares, no hay estética social; las costumbres se hacen rudas, las palabras broncas y los modales disformes. Parece que todo el mundo está de mal humor y que nadie se esfuerza por comprender al prójimo. Cada pueblo tiene su estética, como tiene su lengua, su historia y su tradición; pero lo que no puede hacer es desecharla, como no puede desechar sus canciones populares ni el juego de sus ademanes. Los extranjeros que hoy escriben libros sobre España pueden reprocharnos el que nuestra estética social no coincida con la suya, pero también pueden reprocharnos el- que, como consecuencia de los males de esta época, hayamos perdido parte de nuestra vieja estética sin ganar, en cambio, una estética nueva. Y no es que la belleza de la vida social nos parezca cosa digna de estima porque es. belleza solamente: es que sin ella, es decir, sin la armonía que resulta de que cada cual emplee sus gestos propios, sus ademanes peculiares y su lenguaje personal, la sociedad se asemeja mucho a uno de esos coches que suben renqueantes una cuesta dejándose las piezas en el camino. Cuando no hay estética en la convivencia, los hombres de más rica intimidad se retraen y no piensan más que en esconderse, como si tuvieran miedo de que alguien reparara en ellos. Y cuando esto sucede, la calle, los espectáculos y los lugares de trabajo son de los que alborotan más, de los que tienen peores humores y de los que apenas se sienten vivir mientras no gozan avasallando al semejante. Necesita anciano c u l t o otro igual, pasear dos horas tardes, invitándole merendar. Escribid apartado X. (Anuncio por palabras en A B C del 25- 10- 1955. La vejes, la ancianidad, suele ser des preciada por las personas de corto alcance, que sólo ven en ella una mengua de facultades, sin apreciar el precioso cau- dal de experiencia, serenidad, ecuanimidad y sabiduría que llevan consigo los ancianos. No todos, ciertamente. Depende de sus vidas, de las vidas que hayan precedido a esos años finales, en los que el hombre vuelve a ser tan puramente humano como en la infancia. La retirada, de las pasiones lo mismo que su no llegada en la niñez) establece, para los hombres que arriban a la vejes sin resentimiento contra el tiempo que pasa, una tierna, admirable, justiciera visión de la existencia. Ternura que da motivo, en alguna ocasión, a solicitudes tan con- movedoras como la de ese anuncio. Así como los niños son, por regla general, inconiprendidos por los mayores que no se acuerdan de cómo eran ellos, cuando niños, los ancianos suelen ser mirados como seres distintos, como si na hubiesen tenido su juventud, su madures, sus goces, sus penas. Primaria y elementalmente, con cierto salvajismo peor que el de los pueblos bárbaros o primitivos que respetan la gerontocracia, el hombre joven y el maduro suelen creer que ellos, si llegan a la ancianidad, van a ser una secuencia de lo que son en los años de plenitud; pero que los otros los viejos que encuentran en sus casas o en las calles, no han sido jóvenes nunca. Sii cede con esto como con la muerte: mm cha gente, la inmensa mayoría de la gente, cree (quiere creer) que solamente se mueren los otros No ven la muerte en función propia y personal. La imaginación se desata. en, suave poesía ante la lectura de ese anuncio. La soledad del hombre viejo y culto -lo sabe él mismo, y lo proclama con valenlía- -que pide compañía de otro que esté en sus mismas condiciones, suscita una compasión serena, exenta de lacrimo si- dad, aunque, penosa. Ese anhelo de conversación, de comunicación, se desvanece dulcemente al final de una especie de señuelo, de anzuelo infantil: la invitación a merendar. Nos parece ver una pareja de esos viejos y distinguidos señores que heñios encontrado, además, de en la vida, en algunas poesías de Antonio Alachado, en ciertas prosas de Azorín o de Gabriel Miró. Se cuenta que Chateaubriand, anciano, solía pasear solitario- por los parques, y se detenía largos ratos a mirar cómo jugaban los niños. Alguien que lo encontraba con frecuencia en estos paseos, imaginó una balada que colocó en la mente del autor de Rene y que decía, aproximadamente: Yo he sido embajador en Roma, Londres y Berlín; ministro, de Negocios Extranjeros; he derribado y construido Gobiernos, he amado mudio y sufrido mucho, pero ahora lo único que me agrada es ver jugar a los niños. He escrito Los Mártires Átala Memorias de Ultratumba y El Genio del. Cristianismo he capitaneado la vida literaria de mi país, pero lo único que me distrae es ver jugar a los niños... Y así sucesivamente. A lo mejor, Chateaubriand, como otros tantos, pensó en algún momento en la posibilidad de poner un anuncio en los periódicos, corno este que ha aparecido hace unos días, y que llenó la página de pequeños avisos con un aroma de suave melancolía, v de algodón Tnuy lavables, Í 70 cms. q de algodón 75 cms. a... 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