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ABC MADRID 31-07-1955 página 7
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ABC MADRID 31-07-1955 página 7

  • EdiciónABC, MADRID
  • Página7
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de Ribera, a un aguador de Murillo; erv auna, la fisonomía estoica. En el rostro de don Clemente descubríase nobleza de carácter y estrechez de inteligencia. Por lo rapado y lustroso del traje y lo repasado de r la camisa, adivinábase la escasez de sus medios de fortuna y la dignidad ds su vida. Las seis hijas eran lindas, con una lindeza que no se nutría de gracejo o malicia de expresión, aii se originaba por sutilidad de rasgos, sino que provenia de armoniosa modestia y quietud del rostro, modo de manifestación sensible del espíritu. Eran como las imágenes de esas Vírgenes caseras, más dulces que bellas, que se ven en las ermitas e iglesias aldeanas. -Por fin, hijas mías- -hafrló don Clemente- soy profesor de universidad. Las hijas palmetearon. Luego, con las yemas de los dedos, enviaban besos a su padre. ne. Sra don Clemente infeliz y bondadoso a tal punto, que hasta los mocosos del tercer año de Instituto se le mofaban en las barbas con todo desparpajo. Este menosprecio contrastaba con el amor y veneración de sus hijas. Las muchachas ignoraban cuanto acontecía én el Instituto. Su padre les narratoa mil mentiras piadosas, y ellas creían que 1 profesor más respetado y querido era su padre. Estaban orgullosos da él. Habitaban un Piso angosto y oscuro en un barrio de obreros. En la casa, adonde no llegaban los rumores del mundo académico, el profesor y sus hijas gozaban de alta estima: ¡Qué país éste- -solían de. los en plena luz, no tanto por ellas cuanto por el respeto debido a la jerarquía social de su padre. Por vivir siempre retiradas en honesta penumbra, poseían el. albor de las hostias, así en el rostro como en. el alma. Los domingos iban a misa, de madrugada, y los días de labor salían ya anochecido por calles retiradas. Cubrían la cabeza con velillos, ocultando los ojos. Caminaban de dos en dos, y don Clemente, al par de- las dos últimas. Por no gastar el calzado, andaban con levidad, sin apenas ñjar la planta, de donde venia un gracioso donaire y cadencia de movimiento. En ocasiones, algún estudiante los saludaba en chanza, derribando el chapeo con exagerado rendimiento, y ellas, tomándolo en serio, sentían una emoción profunda de contento de sí mismas y ternura por su padre. Tenía don Clemente los ojos clavados en la Química; pero sus pensamientos vagaban por distinto rumt; o. Pensaba: Si los chavales del Instituto se atreven conmigo, esos muchaehotss de la Facultad, ¿qué no serán capaces de hacer? Si bien, lógicamente pensando, por ser más hombres serán más cuerdos y más respetuosos. Aparte de que a éstos he de examinarlos yo, y ya que no por respeto, por temor de perder el curso, mirarán lo que hacen. Con estos y otros congojosos pensamientos se le pasó el tiempo sin poder prepararse para la cátedra. ¿Cuándo cenamos? -preguntó, alzando los ojos del libro. -Cuando quieras- -respondió Clemencia. Y añadió- ¿Has preparado la lección? ¡Phs! He estudiado algo... Pero he decidido que lo mejor, lo que aconseja la tradición, es que mañana, al presentarme a los alumnos, pronuncie un pequeño discurso, a modo de saludo, y les perdone la clase. ¡Qué tueno eres! -comentaron las hijas, conmovidas. Ltiego cenaron unos restos fríos de la cernida del mediodía y, por no gastar luz, se retiraron a dormir. Pero don Clemente no durmió. Al día siguiente, al ir a la Universidad, le temblaban las ¡piernas. Entró en clase, subió al estrado y se mantuvo en pie en tanto acudían los alumnos. Los escaños formaban un graderío, que se llenó al punto. Don Clemente, con ojos espantados, miró aquel hormigueante y rumoroso concurso. Le pareció que se le caía encima. Todos los alumnos eran ya homfares hechos y derechos. Algunos habían sido en el Instituto alumnos de don Clemente; pero ahora ostentaban terribles mostachos. Había uno con barba negra y copiosa. Don Clemente estaba como aterrado. -Señores... -tartamudeó- al recibir el alto honor de regentar esta cátedra y dirigirme a ustedes, ante todo quiero... que no vean en mí un profesor, sino un compañero; más aún: un padre. En esto, Pancho Benavides, un muchacho guapo, simpático y rico, cabecilla de todos los motines universitarios, se puso en pie y dijo: -Esa declaración conmueve las fibras más sensibles de nuestra alma. ¡Viva núes, tro ipadre! La clase respondió ¡Viva! -Aplaudamos a nuestro padre- -concluyó Benavides. Y hubo un aplauso de cinco minutos. A don Císmente le cabían serias dudas de que aquello fuese sincero. De todas suertes ¡se llevó la mano al corazón, se inclinó a saludar y se sintió dueño de la palabra. Continuó hablando. A cada frase se repetían los aplausos. Terminado el jdiscuráo, los alumnos acudieron en tropel a rodear la mesa del profesor. -Ahora, para celebrar esto, tiene usted -Cuenta, cuenta. -El Claustro se prolongó bastante. Había intrigas Pero la justicia prevaleció. Desde hoy soy auxiliar de la nueva Facultad de Ciencias. ¡Mañana tendré ya que explicar mi cátedra de Química! ¿Y Ayuso? -preguntó Clemencia. -Ayuso ha renunciado a ella. Dice que tiene mucho que hacer. La verdad es que no sabe Química. Era absurdo. ¿Cómo va Ayuso a explicar Química superior? Se había hecho catedrático por influencia; pero de Química está in albis ¿Y de sueldo? preguntó Clemencia. -No sé todavía. Supongo que mil pesetas de gratificación. ¡Mil pesetas! -exclamaron las muchachas, deslumbradas. -No es gran cosa- -añadió don Clemente- pero siempre son mil pesetas, que sumadas a las dos mil pesetas de mi auxiliaría del Instituto y a lo que vosotras, hijas mías de mi alma, añadís con vuestra industria nos proporcionarán un mediano y decoroso pasar. Y ahora basta de conversación porque he de estudiar y prepararme para mi clase de mañana. Salió de la estancia y volvió a poco con un tomo de Química. Se hizo el silencio. Las hijas trabajaban. El profesor estudiaba. Es tradición de universidades e institutos españoles que los profesores auxiliares no sirven sino para tomarlos a chacota. En las breves ausencias del profesor numerario viene el profesor auxiliar a sustituirle. Hay un solo auxiliar para sinnúmero de asignaturas, todas ellas de muy varia naturaleza, por donde se supone que el profesor no es docto en ninguna. Por esta razón carece de autoridad científica. En la mayor parte de los casos, el profesor numerario no disimula el desdén que tiene al profesor auxiliar. Este sentimiento se comunica a los alumnos. Y así va el auxiliar a la cátedra diez o veinte días al año no a llenar los vacíos que el profesor- numerario se ve obligado a poner en sus lecciones, sino para cumplir un precepto del reglamento, que prohibe intersticios en el curso. Sucede también que el auxiliar carece de autoridad moral. Su juicio u opinión no cuentan a la tnra de los exámenes, que es hora de penas y recompensas, de suerte que los alumnos saben que en la clase del auxiliar pueden cometer impunemente los mayores excesos. Cuando el bsdel. anuncia que el profesor numerario no puede venir y aquel día dará clase el auxiliar, los escolares se relamen y aperciben a gozar un rato de holgorio. Todos los auxiliares son víctimas de burlas, befas y escarnios, en ocasiones crudelísimos. Pero ninguno, con ser tan fecunda la historia picarescoescolar espafjfcla. hubo de sufrir chanzas tan extremadas y sañudas como don Clemente Iribar- cir las comadres del barrio en sus juntas y deliberaciones- Todo un señor catedrático y en su casa se mueren de hambre. No se, morían de hambre, pero comían con increíble parvedad, y esto gracias al trabajo de las muchachas. Como las chicas juzgaban denigrante que las hijas de un profesor se empleasen en tan bajos menesteres, particularmente el zurcido de pantalones y otras prendas varoniles, en lo cual Clemencia era primorosa (la mejor zurcidora de Pilares) lo disimulaban usando una estratagema, y era que otras chicas del- barrio buscaban y entregaban el trabajo como cosa propia. Los atavíos de las hijas del profesor eran tan pobres y por lo regular estaban tan raídos, que no se atrevían a salir a la calle de día, avergonzadas de mostrar-

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