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ABC MADRID 19-03-1953 página 3
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ABC MADRID 19-03-1953 página 3

  • EdiciónABC, MADRID
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MADRID, DÍA 19 DE MARZO DE 1953. NUMERO SUELTO 70 CENTS. B If NUESTROS VIEJOS ON Ramón Menéndez Pidal acaba de cumplir ochenta y cuatro años. Aunque no se trata de un número redondo quiero recordarlo, porque muchos españoles hemos pensado en don Ramón, estos últimos meses con más frecuencia que de costumbre y de una manera más entrañable. Don Ramón, como algunos más de sus coetáneos, está increíblemente joven hace poco tiempo, don Manuel Gómez Moreno y él dieron una doble conferencia al alimón no recuerdo muchos espectáculos tan juveniles y tonificantes; y sin embargo, sus edades, si las ponemos una tras otra, nos hacen liegar a la Revolución francesa. Siempre he sospechado que don Ramón Menéndez Pidal cultiva en algún rincón de su jardín de Chamariín de la Rosa aquellas hierbas radiactivas de Hiroshima que, por lo visto, devuelven la juventud, y se hace todos los días una misteriosa ensalada con ellas. Pero hoy no quiero hablar de esa increíble lozanía, ni de su consecuencia, es decir, los espléndidos escritos suyos que nos siguen llegando cada pocos meses, ni del orgullo que como españoles sentimos cuando lo recordamos. Quiero hablar de su vejez, de su realísima vejez; de la suya y de la de otros hombres, pertenecientes como él a la misma generación: a aquella a la cual pertenece el grupo ilustre al que S suele designar con esa tan traída y llevada denominación: generación del 98. Con los íiejos insignes se suele cometer una indelicadeza que me duele: se los trata de un modo utilitario. Parece que lo interesante en ellos es que no estén viejos, s decir, que sigan rindiendo: que todavía escriban, pinten, hagan música, enseñen. Y si no, que adornen; que sean glorias nacionales que nos den motivos de envanecimiento. Y para mí los viejos, los grandes viejos públicos, los que por eso son do todos- -por eso los llamo nuestros viejos tienen una función más útil y más íntima, más importante también: la de darnos compañía. Don Ramón y don Manuel, don Pío, don Jacinto, Azorín... ¡cómo nos acompañan! Llevan t a n t o tiempo ahí, entre nosotros, dándonos sombra, como esos grandes cedros añosos que crecen junto al Museo del Prado. Los hemos encontrado ya al nacer; venían, de antes, han perdurado a lo largo de todas las vicisitudes; son además algo que hemos tenido en común con nuestros padres, no nuestras nuevas devociones particulares y acaso polémicas. Nos ligan al pasado, son hilos que nos enlazan silenciosamente con el subsuelo de la historia en que estamos implantados, donde se hincan nuestras raíces. Son lo ya sabido, lo sabido por todos, lo consabido. En el horizonte limitado de nuestra breve vida, fingen una ilusión de perennidad: están ahí desde siempre, como los montes azules del Guadarrama que cierran nuestro horizonte madrileño. ¿No habéis advertido que esos grandes viejos tienen siempre un no sé qué de paisaje? Son el órgano de la continuidad; sobre el fondo de su permanencia vienen y se van las cosas. Los hay ha; e mucho tiempo, los encontramos en todo momento, como E 2 encuentra a la madre al volver a casa, en los primeros años de la vida. A veces no reparamos mucho en ellos, sobre todo si son discretos y apacibles, pero sin cesar están ahí, dándonos compañía. Y cuando al fin alguno se va, notamos cuánto nos ha sido arrebatado. ¡Qué extraña orfandad recuerdo haber sentido, en un tren, una fría madrugada de guerra, al leer la noticia de la muerte de Unamuno! Ya no hay Unamuno -ésta era la impresión desoladora, la tremenda soledad irreparable. A la devoción transpersonal a los padres llamaban los latinos pietas piedad. Y pensaban que sin ella no hay ciudad, estado, convivencia, es decir, patria Con los padres no hay que estar de acuerdo, no se está nunca de acuerdo. Lo que se debe tener con ellos es concordia; y ésta sólo nace de la cordialidad. Cuando una y otra faltan, sobreviene la discordia, ya nada se recuerda, se pretende borrar con mano torpe y rencorosa el pasado, se reniega de los padres y todo ello quiere decir que se ha perdido la cordura. Y no se olvide que la impiedad sólo suele ser la máscara cínica con que la nada encubre su miedo a lo real. Julián MARÍAS D í A R! O IL U sT R A DC) DE n FO EMACIoM i G E N ER A L Ü m Ahora bien, ni la agresión directa ni la guerra son los peores males. Si los pueblos libres poseyeran espíritu espartano y estuvieran dispuestos a cualquier sacrificio en aras de su independencia, se mantendrían ecuánimes frente a las provocaciones del adversario y se dirían, más o menos: Deseamos la paz, pero no nos asusta la lucha. El supremo bien no es la paz a toda costa, sino la libertad de las naciones y la dignidad del individuo. No nos interesa para nada la tranquilidad- del mundo si ha de basarse en un nuevo Munich. No queremos que se pueda repetir lo que Churchill decía del- Acuerdo en la capital bávara: Habéis aceptado el deshonor con la esperanza de evitar la guerra. Pues bien, os habéis deshonrado, pero, también tendréis la guerra. Lo que nosotros anhelamos es la paz con honra; si no puede ser, si el agresor en potencia nos impone la lucha, nos obligará a vencerle, del mismo modo que hemos vencido al agresor totalitario. Pero, repito, los gobernantes rusos nada harán en tal sentido. Cuando, a últimos días de 1949, el entonces director de Pueblo solicitó mi pronóstico para los próximos cinco años, escribí, en resuman: 1 No habrá guerras, porque Rusia no necesita acudir a las armas para conseguir unas ventajas enormes y porque las democracias, por su propia naturaleza, no pueden proceder a una guerra preventiva. Tal previsión no indica, sin embargo, que I eí Código Penal dfe los distintos quien la formula sea optimista, porque países ni el BerecliJ Internacional los moscovitas no tienen que atacar dipueden prever todoí los casos. Un rectamente para conseguir sus propósidelincuente listo se mueve con habilidad tos Y añadí, como ejemplo: Ningún entre los párrafos del Código sin que roce soldado ruso penetró en Checoslovaquia con ellos hasta el punto de que sea posi- para transformar la República semidemoble castigarle por sus fechorías. Lo- mis- crática de Benes en la presoviética de Gottmo se refiere también a los agresores en wald. Tampoco había tropas rusas bajo el potencia, en el presente caso de la Unión mando del general Mao. El triunfo de los Soviética. Para los pueblos libres, reacios rojos no era casus belli ni podía serlo, a someterse al chantaje del imperialismo pues las democracias sostienen la tesis soviético, el Pacto del Atlántico ofrece- -muy peligrosa- -de que cada pueblo tiebastante garantía, mas sólo si se trata de ne derecho a escoger el régimen bajo el una agresión directa, como la del Tercer cual desea vivir. Lo peor no es la guerra Reich contra Polonia y la del Japón con- con disparos, sino la descomposición del tra la Flota norteamericana, pacíficamen- mundo, bajo los efectos, de los narcóticos te agrupada en la bahía de Honolulú. Los pacifistas. La guerra fría es acaso más peamos del Kremlin, con Stalin y ahora sin ligrosa que la otra, porque nf siquiera en él, son lo suficientemente listos para evi- Europa existe seguridad contra los rojos tar las consecuencia de una agresión de de dentro Los Estados Unidos promeviejo estilo, y por esta misma razón me he ten su intervención caso de qua algún atrevido e a predecir, desde el verano de miembro del Pacto Atlántico fuera invar 945i q u en los próximos lustros no ha- dido por tropas regulares rusas, mas no contra un golpe de fuerza comunista o ulbría guerra. tranacionalista al servicio del imperialismo bolchevique. Contra un levantamiento, en complicidad con el Kremlin, no existe garantía, ni siquiera en el hemisferio occidental. Este es el principal- peligro que preveo para el próximo lustro escribí en los primeros días de 1950, y desde la publicación de mis pronósticos han pasado ya más de tres años. Estoy convencido de que, a pesar de la desapa- rición de Stalin, no habrá cambio en este terreno hasta el último día de 1954; no presenciaremos una agresión directa, rnasj sí tentativas moscovitas de minar la re- sistencia del mundo libre. Y ello puede se más peligroso que una guerra, que í agresor volvería a perder. LO PEOR N O ES LA GUERRA Andrés REVESZ

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