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ABC MADRID 15-02-1946 página 11
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ABC MADRID 15-02-1946 página 11

  • EdiciónABC, MADRID
  • Página11
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diéJhmm muskaks en una es. La imagen que abría, sus brazos frente a A veces el armonium callaba. Y el clarine ellos miraba con una ternura rústica a los te, entonces, se, lanzaba como en una cadenpadres y ai hijo. En la iglesia, la atmósfera cia peregrina a unas escalas primitivas; estaba como clarificada y el sol, filtrado a través de ias vidrieras, no hería como fuera otras, el clarinete enmudecía, perp el armoen todo el rigor de un verano prolongado, nium no sonaba ya como s u e n a n tosino que prestaba su luz escenográfica, su dos, ni respiraba igual que ellos, sino que geométrico haz al nimbo de la Virgen. Pero parecía reclamarlo de nuevo, querer enroses que, sobre todo, la iglesia no estaba en si- carlo a sí con un sollozo, que era como un lencio. Del coro llegaba una música estre- reclamo, como una mística queja de su somecedora que parecía incitar a la genufle- ledad... En aquella iglesia empobrecida, junto a las xión y al rezo. ¿Era acaso algún motete de Haendel, alguna página de Palestrina o de estatuas orantes de los indios, mientras el claVitoria... ¿Eran algunos violines afinados rinete y el armonium festejaban a Dios, yo y puros... ¿Alguna voz, acaso persuasiva, comprendí, estremecido, la tremenda Univerque se clavara directamente sobre la sensi- salidad de Nazareth. Y comprendí del miitao bilidad infantil de aquellos indios... No; ni modo que, sin posibles fugas, aquel canto iba Palestrina, ni Vitoria, ni un violín, ni una directamente al Cielo, dónde unos ángeles voz dibujaran aquel tema... ese tema que sutiles lo apartarían, seguramente, para ofreoigo aún como el primer día, que oiré siem- cérselo como el más dulce tributo de la tiepre, sin ser capaz de tararearlo, ese tema rra de anuella hora y de aquel día a Santa que mi memoria no apresó jamás y que, si Rosa de Lima. A Santa Rosa de Lima, cuya por un milagro, resucitara ahora, se me an- sensibilidad infinita heriría más hondamentojaría, acaso, pueril y frío... Y era un tema te que una orquesta gigantesca el acorde elecon el que jugaban indistintamente dos ins- mental y extraño del clarinete y del armotrumentos que ningún músico intentó casar níum de Paita. nunca, ni maridaron para nada, y que sólo JOAQUÍN CALVO SOTELO en aquella tierra de Paita se prestaban mutua ayuda por no sé qué extrañas coincidencias. Sí. eran el dármete y el armoniuni. Ah, pensad bien en cada uno por separado y fundidlos después. ¡Qué cuadro de acordes, qué mezcla de sonidos tan inesperada, tatt infrecuente nacerá de ellos... Y citadme, si o acordáis, alguna página escrita para ambos, o algún músico audaz que se haya atrevido a utilizarles al servicio de una leve melodía... No, no me podréis citar ninguno. Pero creedme si os digo que, en aquella iglesia de Paita, el armqnium y el clarinete sonaban de un modo impresionante. Era una aleación de gregoriano y de triste, en un tema nacido, a partes iguales, de una canción de llanura y de un himno religioso. i I fl Gabriel G, Espina o oigo áu rí, có mo el primer día; lo o i r é siempre, pero no sabré tararearlo nunca. Ni de cerca ni de lejos mí memoria rodeará siquiera la cía ve- de aquel tema. ¡Venid conmigo y os diré cómo fue y dónde lo escuchara. Fue, en realidad, muy lejos de aquí. Nada menos que en Paita, un puerto del Npjrte del Perú, duro infierno de sol y de salitre. Tenía el pueblo una pequeña plazoleta con soportales y unas tiendas rústicas en las que se vendían las azucaradas y exuberantes frutas de aquellas latitudes. Fuera de la plazoleta se abrían unas calles y en cualquiera de ellas, indiferenciada, una iglesia. Llegábamos de España y aquél era casi el primer puerto en el que podíamos, líbreme! te y sin cortapisas, movernos. Nuestros amigos se perdieron por diversos sitios. Algunos se quedaron en unas playitas que grandes alambradas defendían de la osadía de los tiburones; otros renunciaron a saltar del Orduña que se balanceaba a media milla del muelle. Nosotros penetramos en la iglesia. La iglesia- -enjalbegada de un blanco hiriente- -era; una iglesia desnuda y pobre. Sólo una imagen de la Virgen al fondo, en un vulgar retablo indígena. Unos cuantos bancos a derecha e izquierda, una pila bautismal, unas lamparitas encendidas... Y nada más. Pero en los bancos, arrodillados, unos indios oraban. Oraban, como yo no he. vistp orar a muchos blancos... Oraban, en éxtasis, contritos, ajenos a cuanto les circundaba, con la convicción, a la vez honda y sencilla, de que sus preces eran oídas por la atención bondadosa y afilada del Ser Supremo. De aquel fervor que les irradiaba era presa una criaturita que venía con ellos. Cuatro, cinco años... Los justos para revolverse inquietos contra la quietud obligada, para escudriñar con los ojos avizores la iglesia toda, de punta a cabo... Pero el hondo hervor de la fe de sus padres la tenía sujeta, inmóvil, fundida entrañablemente a su misma plegaria. ¿De dónde emanaba aquella contrición profunda y edificante... De unas almas sumisas a la divina Idea, claro L

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