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ABC MADRID 30-10-1945 página 3
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ABC MADRID 30-10-1945 página 3

  • EdiciónABC, MADRID
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MADRID DÍA 30 DE OCTUBRE DE 1945 NUMERO SUELTO 40 GENTIMOS. LA CONSOLA DIARIO ILUSTRADO DE INFORMACIÓN GENERAL. 40 CÉNTIMOS. a hay sobre la consola, fueron un día vivas para los hombres del álbum de los retratos. A nosotros, com- o -guras piezas de Museo, no nos sirve sino para sorprender el tono, el gesto y la actitud de una época. Adaptemos, pues, una actitud romántica: el codo en la consola, la barbilla en la palma de la mano y, con el rabillo del ojo, mirando el fondo del espejo. Después de una breve meditación, hay que safe de puntillas, sin hacer ruido, para que los recuerdos no se espanten y los peces no pierdan el ¡ritmo solemne de sus giros. Ya hemos cerrado la puerta del salón, ya podemos respirar fuerte. FRANCISCO DE COSSIO C ADA época deja un mueble que, con sus líneas, dibuja la Historia, la- política, el arte, las costumbres, Alguno de estos muebles queda rezagado como en un recuerdo brumoso, y, así, las consolas del roma- nticismo, en los viejos salones descoloridos, que no se abren isino en. circunstancias muy solemnes. El damasco ha. tomado el color del tiempo; la alfombra no muestra sino huellas antiguas- de pies que ya no andan por el mundo; la gran airaña del centro conserva aún las últimas velas, velas apagadas al amanecer en la última fiesta, y todavía llorosas sobre las arandelas- de cristal. En el testero del estrado, sobre el panzudo sofá, un retrato romántico: rostro de manzana, pelo tirante, con brillo de ébano, partido en raya y con trenzas apretadas, almidonadas batistas en el cuello y los puños, mangas ampulosas, el corpino con un volante escocés... Es ¿S corresponde exactamente a la política, a la poesía y a los juegos románticos. Todo el salón es como un sepulcro del retrato. Y, frente al retrato, la consola. Gran consola de caoba, que parece sostenida en su base por un milagro. Consola patizamba y brillante, que tiene como una ilusión de- parecer piano. Sobre ella, el espejo, con copete dorado, un espejo teatral, de esos que en la escena reflejan no los héroes de la ficción, sino la platea proscenio y la primera fila de butacas, y, a voces, al apuntador en su concha, el buen caracol del teatro, con el índice siempre rígido como un ouernecillo, y las grandes hojas del libro abanicándole. 1 Pero nos alejamos del salón. Y aquí, este espejo, en realidad, no refleja nada. A lo sumo, contiene el tiempo. Así las lágrimas, demasiado inmóviles, perdido el azogue por el ocio y con una vegetación flotante, igual que espejos pintados, o ésos otros Regencia, adornados con flores de porcelana. Mas, detengámonos en los tableros de la consola: dos grandes caracolas, una pecera, un barco de cristal, y, corno elemento terrestre, un álbum de retratos. El álbum se ve dos veces: una en tablero y otra en el espejo. 1 Los otros objetos sumen a la consola en el fondo de un mar hipotético. Los tres peces de Ja pecera sienten, sin duda, el rumor de las caracolas, y ¡sobre el agua de estos peces y el irumor de este océano remoto, el barco de cristal navega hacia un país desconocido. Las velas son de cristal, y los palos, y las cuerdas, y el casco, y el timón... hasta los marineros son de cristal. El aire, dentro del igran fanal dé campana, es de cristal tatn bién. ¿Quién no ha visto en el mar auténtico, (al amanecer, cuando en el horizonte se hacen transparentes los barcos, un barco como éste? ¿Quién. no ha sentido- asimismo, desde la playa, un rumor y un eco como los de estas ca- raco stas cosas que EL TRABAJO Y EL T I E M P O UÉ? ¿Mucho trabajo? He aquí una pregunta que sé formula frecuentemente, como iniciación de esas conversaciones triviales, que impone la cortesía y que son ineludibles cuando se encuentran dos personas no ligadas por una relación constante. No sé si, antiguamente, -las gentes de otros siglos, al saludarse, comenzarían sus cambios dé impresiones con esa inquisitoria sobre las respectivas actividades. Lo más probable es que no estuviese entre las frases hechas que forman un conjunto Usual de la urbanidad. En los pueblos, en la paz de los campos, aunque el esfuerzo humano y Ja continuidad de afanes, acaso con más intensidad que en las ciudades, no faltan, las gentes n se interrogan sobre la magnitud de la (labor de cada uno. ¿Por qué se hace la pregunta? ¿En qué medida es una n. anifestación cordial de interés y simpatía? En más de uña ocasión, he pensado- que se le podían dar. dos interpretaciones, según que el trabajo se estime una virtud y una suerte personal o que se considere un tributo oneroso con el que hay que pechar y sin el cual no se vive. Si es virtud, el interés que nos demuestra el amigo que deseaba saber de nosotros o el que demostramos al que dirigimos nuestra interrogante, se puede traducir así: ¿Es us. ted, realmente, un hombre bueno, que se pue. dé considerar satisfecho de sus cumplimientos? Ahora bien, i la amistosa curiosidad la inspira la interpretación contraria, la de estimar que el exceso de quehacer y sujeción a un a tarea es algo así como un castigo irremediable, lo que venimos a decir es que nos produce verdadera condolencia la mala suerte de quien tiene que vivir tan sometido a ri, geres implacables. Por lo general, el interpelado responde que sí, que trabaja mucho. ¡La vida! No hay mas remedio. No t iene uno tiempo para nada. Hace poco leía yo, con el deleite que siempre me traen sus magistrales artículos, uno Q de Francisco de Cossío, sobre la administración del tiempo: el que se pierde, especialmente. Realmente, la vida moderna, con sus horas íebriles, el sentido de alocado dinamismo para todo y el imperio de la velocidad, ha venido a materializar el tiempo. Se diría que lo podemos medir con un metro o cortar, cuchillo en mano, para ponerlo sobre una balanza. Se ven, físicamente, los pedamos de tiempo, y es perceptible la actitud de los que lo aprovechan y de los que, por el contrarío, lo desperdician. Y como ha dejado de ser algo abstracto, cada uno tiene su propio tiempo. Es como la fortuna. Unos la administran escrupulosamente si la tienen. Otros, por su modo de ser, la dilapidan. Y los más, no tienen ocasión de demostrar su carácter en torno a la fortuna, senoillamente porque no la poseen. El tiempo es para todos igual. Somos dueños de veinticuatro horas al día. Hay quien las utiliza bien, y no falt an los que no las emplean de ningún modo. Y, por último, que es lo que enlaza con los excesos o las parquedades del trabajo, nos encontramos a cada, paso con el que exclama: No tiene uno tiempo para nada. La frase es hiperbólica. Se debería decir que no hay el suficiente margen para todo lo que se quiere hacer o realizar a cabo del día. Pero el que ha trabajado mucho, no cabe duda que tuvo la colaboración, necesaria de las horas. De cualquier modo, es indudable que se trabaja ahora más que nunca. El obrero manual es posible que se manteaga en sus horas diarias de destajo, y aun así muchos buscan un complemento, y laboran en sus casas, en un retorno a las prácticos de artesanía, y otros venden baratijas. Pero el tipo medio del empleado, et hombre de profesiones liberales, procura compatibilizar dos o tres o más actividades. Se ve a las gentes azacanadas, de un lado para otro. Se ha puesto de moda llevar voluminosas carteras bajo el brazo. Esto lo impone la necesidad de transportar los papeles para empezar inmediatamente una labor cuando apenas se ha dejado la antecedente. No hay tiempo para ir a casa. Se empalma un trabajo con otro. Y va uno con sus útiles a cuestas. Es el signo. Nuestros abuelos, salvo excepciones, no llevaban cartera al salir a la calle. Positivamente, todos trabajamos más. Y d i ahí que se formula la pregunta que, hace un siglo, por ejemplo, no tenía razón de ser y hubiera dejado estupefacto al que la escuchara. Lo que no se ha acabado de discernir bien es si el interés, la expresión de simpatía que encierra el interpelarnos recíprocamente acerca de la densidad que tienen nuestras actividades y tareas, es porque el trabajar mucho sea tina, suerte, por la que hay que felicitar, o un sino desdichado que debe mover sentimentalmente a la compasión.

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