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ABC MADRID 04-03-1936 página 14
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ABC MADRID 04-03-1936 página 14

  • EdiciónABC, MADRID
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VOCES DE ORO Cuando llegó a nosotros la noticia de que Grace Moore, la gran cantante fracasada en el cinema durante los primeros años del sonoro, había alcanzado im éxito, clamoroso y unánime, al interpretar dos nuevas películas, pensamos que al cine yanqui se le avecinaba una época de decadencia artística. Nuestro pesimismo no era infundado, porque se basaba en el gran cimiento de la experiencia. Hace aún muy pocos años que las pantallas hablan, y todavía no se nos ha borrado el recuerdo de lo que era el cinema en su primera etapa sonora. De lo que era y de lo que dejó de ser, mejor dicho. Antes de que el sonido se incorporase a la imagen, el cinc había conseguido ya un perfil artístico propio. No era sólo literatura representada, ni plástica en movimiento. El cine tenía ya un lenguaje poético, cuyo único secreto radicaba en el montaje. La emoción no la producía la belleza de las imágenes ni el conflicto que con ellas se narraba. La emoción no emanaba de cosas concretas, sino de un ritmo visual, que predisponía el ánimo del espectador a la emoción artística. Por el contrario, con la llegada del sonido, el cine perdió por completo su autonomía artística. Claro está, que no por esto, dejó de poseer valores de arte. Pero esos valores procedían siempre de la literatura, de la música, de la pintura o del teatro, y llegaban al cine directamente, sin experimentar ninguna desviación. Así, un film tenía valor plástico, si sus imágenes eran bellas; literario, si el diálogo procedía de una gran comedia o si había sido escrito por un buen dramaturgo; musical, si en él intervenía una gran orquesta o un gran cantante... Pero cinematográfico, un valor netamente cinematográfico, era casi imposible encontrarlo. En la busca artística del espectador frente a la pantalla, lo más fácil era dar con un gran cantante- -Lawrence Alexander Gray o Denis King- con una gran tiple- -Grace Morre, Marilyn Myller o Vivienne Segal- -y con una ópera u opereta fotografiada e insoportable: La canción de la eslepa, Sally, La novia del regimiento... Por esto, cuando el cinema había logrado desprenderse de todo este lastre anticinematográfico, y cuando los grandes realizadores habían conseguido impulsarlo de nuevo por su auténtica trayectoria, la noticia de que una diva, Grace Moore, triunfaba en la pantalla, nos hizo evocar, temerosos, el desolador panorama del cinema sonoro en sus primeros años. Pero ya están aquí las películas de Grace Moore, y aun no se ha confirmado nuestro temor. Una noche de amor y ¡Qiúéretne siempre! no son óperas filmadas, sino dos auténticas películas. Dos buenas películas, además. Junto a la cantante hay un buen director- -Víctor Schertzinger- que anima y justifica las situaciones musicales con acierto, hasta el extremo de coincidir algunas de ellas con los momentos más cinematográficos, como ocurre en la escena final de Una noche de amor. El peligro de que la pantalla sufra una nueva invasión de voces de oro, no se confirma, por tanto, con la reaparición de Grace Moore. Su caso no pasa de ser un síntoma. Un mal síntoma, porque... El éxito universal de Grace Moore, es ahora una meta a la qué intentan llegar todos los productores norteamericanos. Y como éstos no se caracterizan, precisamente, por su vi? ión artística, sino por su ambición comercial, no se han dado cuenta de que el triunfo de la gran cantante no se debe solamente a su voz maravillosa, sino también a las películas que ha interpretado, verdaderos modelos de discreción. Para ellos, en fin, el secreto del triunfo 110 e? tá en hacer buenas películas musicales, sino en colocar al frente de ellas un gran cantante. Ya tiene, por tanto, cada casa productora su voz de oro. Ya están en Hollyvvoo- d Jan LOS ACTORES NUESTROS Y EL CINEMA TAMBIÉN NUESTRO La producción nacional de nuestro cinema parece ser que se intensifica y se perfecciona al fin. Ojalá. Pero sea o no sea lo que se dice, lo indudable, es que con tal motivo se están planteando problemas o simplemente cuestiones de interés fundamental. Hay uno entre ellos que, a mí me atrae mucho, porque a merced suya pueden decirse unas cuantas verdades posiblemente útiles, que también la verdad suele serlo, aunque no lo crean los malintencionados. El problema de que se trata es el que han planteado los directores. Puede enunciarse así: En España no se representa, sino excepcionalmente, una obra de teatro bien dirigida. Y. en el cine español van consiguiéndose realizaciones muy estimables. Es decir, bien dirigidas, porque, dígase lo que se quiera decir, la dirección es lo único fundamental y sustantivo en las realidades cinematográficas. Ahora bien, ¿es que los directores de películas están más capacitados para ese menester que los de los teatros? ¿Es que es mayor su comprensión? ¿Es que son más inteligentes? ¡N o! Y adviértase que este no, es todo lo rotundo y todo lo terminante que sea menester. para no dejar sitio a la duda. No. Ni están más capacitados ni son más competentes, ni es más caudalosa su inteligencia. Y, en cambio, abundan las medianías, los incompetentes, los audaces y los improvisados. En realidad todo es uno y lo mismo. Pues bien, a pesar de todo ello, es indudable que desde este punto de vista de la dirección- -exclusivamente desde tal punto de vista- -son superiores los filnw españoles a las comedias españolas. ¿Por qué? Por una sola causa: la disciplina, que en el cinema es un dogma y en el teatro una humillación. Ni más ni menos. Esta, y no otra, es la verdad. Un director, en un estudio y frente a la máquina tomavistas, representa la autoridad inapelable. Por muy torpemente que se produzca, por mucho que se equivoque, por vasta que sea su incultura, por muy profundamente que desconozca hasta lo más elemental de su oficio, está seguro de que nadie ha de contrariar sus disposiciones, ni siquiera permitirse una observación por leve y atinada que pueda ser. El cómico, allí, obedece, actúa y cobra, y nada más. El director no se equivoca nunca La seguridad de este dominio acaba con todos los temores. Y al fin, el director, a fuerza de rectificarse a sí propio, sin estímulo de nadie, sino por el de su misma ambición, llega a lograr realizaciones a lo menos discretas. Y en tal momento nos hallamos ahora. Para llegar a él ha sido precisa toda la producción anterior realmente inadmisible. En el teatro no ocurre nada de eso. Cuando el autor dirige su propia comedia, ha de tolerar las sonrisas de los cómicos que se suponen a sí mismos mejor enterados, y el desdén de los cuchicheos de detrás de los bastidores. Y no falta nunca algún cómico que, resueltamente, se permite aventurar una opinión, que no es sino la primera de cuantas ha de oír de labios de los otros. Sólo cuando el nombre de los autores es de los que suscitan entre los cómicos, no respeto, sino temor, no ocurren estas cosas. Ahora bien, ni aún en este caso se evitan los apartes de los unos mientras ensayan los otros. Y esto es todo. El cómico teme y desea los estudios cinematográficos. Aguarda de ellos mejor fortuna que la que le ofrece y ruin da su verdadero oficio. Ojalá que no se equivoquen. Pero, en fin, aquí de lo que se trata es de saber por qué razones los mismos que evitan en el teatro, cuanto les es posible, las indicaciones de un director con Elisa Ruis Romero, primera figura femenina de Currito de la Cru- s Kiepura y Marta Eggerth, Lily Póns y Eyelyn Laye. Ya han abandonado los escenarios de Broadway Gladys Swarthout y Nelson Eddy. Ya ha iniciado Lawrence Tibbett el retorno a la pantalla de los tenores que fracasaron en ella cuando el cine empezó a hablar. Y ya se realizan películas como Marictla, la traviesa, que parecen ser un compendio del anticinema... Voces de oro en la pantalla yanqui. Mal síntoma. Mal síntoma de decadencia, además. Porque después de ¡Viva Villa! de El pan nuestro de cada día, de El delator... el cine americano tiene abiertos todos sus horizontes al arte. ¿Por qué, entonces, empeñarse en obstruirlos con inútiles obftáculos... RAFAEL GIL Citarles Chafilin, autor, cscenarista, realisador y protagonista de Tiempos modernos

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