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ABC MADRID 17-01-1936 página 55
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ABC MADRID 17-01-1936 página 55

  • EdiciónABC, MADRID
  • Página55
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Continuación de la novela JflCK, original de A. Daudet Versión española de H. Giner de los Ríos verdes, algo así como una miniatura del Rhin junto a Basilea; el ruido de una esclusa, ¡no lejos de allí con sus torrentes de agua, sus torbellinos de espuma, y sobre todo aquello, el sol que subía en una niebla dorada al lado de una delgada media luna blanca, amenazando ya en aquel hermoso día, con noches más largas y lumbres encendidas a media tarde. En efecto, aquel hermoso día fue muy corto, o por lo menos ata le pareció a Jack. No se apartó un minuto de Oacilia; tuvo constantemente ante la vista su sombrero de paja de alas estrechas, su falda de peí cal rameado y su cestita, que llenaba él con los más hermosos racimos, cuidadosamente recogidos, cubiertos de ese fino polvillo, cual el de la maripésa, que da a la uva la transparencia del cristal sin pulimentar. Miraban juntos aquella flor del fruto y cuando alzaba Jack la vista, admiraba sobre las mejillas de su amiga, en sus sienes, en las comisuras de sus labios, una pelusilla igual, un polvillo tan delicado, una ilusión de todas las facciones, lo que el alba, la juventud, la soledad, dejan en los racimos sujetos al árbol y en los corazones que no han amado aún. Los cabellos de la joven, alzados por el aire, añadían ligereza a aquella apariencia vaporosa. Nunca había visto élfisonomíatan primaveral. El ejercicio, la excitación de su agradable trabajo, la alegría comunicada en toda la viña por los llamamientos, los cánticos, las risas de los vendimiadores, habían transformado la tranquila ama de casa del Sr, Rivals; tornábase la niña que era, corría sobre las pendientes, llevaba su cesto sobre la espalda, con el brazo alto, atenta su cara, tan pura, en el equilibrio de la car a, con ese andar candencioso que. recordaba Jack haber notado en las mujeres bretonas que transportan el agua sobre su cabeza en grandes cántaros, y queriendo conciliar la ligereza de su paso con la carga que sostienen. Llegó, sin embargo, un momento en que el cansancio hizo sentar a los dos jóvenes al borde de un bosquecillo lleno de brezos rosados, crujiendo de hojas secas... ¿Y entonces? Pues no; no sis dijeron nada. No era su amor de esos que se dicen y formulan tan pronto. Dejaron la noche caer misteriosate sobre el más hermoso ensueño que en su vida habían tenido; ensueño embriagador, rápido, perfumado de naturaleza, y al que un crepúsculo de otoño vino a dar repente un encanto de intimidad, eneendiendo de trecho en trecho en el horizonte ventanas o umbrales invisibles que hacían pensar en regresos a casas llenas de seres amados. Como refrescaba el viento, quiso absolutamente Cecilia abrigar el cuello de Jack con una toquilla de lana que había llevado por precaución. La suavidad del tejido, el calorcito que daba, su buen olor de prenda cuidada... fue aquello como urna caricia que hizo palidecer al enamorado. ¿Qué tiene usted, Jack... ¿Sufre usted? ¡Oh, no, Cecilia! ¡Nunca me he asntido tan bien... Habíale ella cogido la mano; pero cuando quiso retirar la suya, retúvola él a su vez, y permanecieron allí un momento silenciosos, con los dedos entrelazados. Y aquello fue todo. Cuando bajaron a la granja, acababa de llegar el doctor. O ase ahajo en el patio su cairiñosa y franca voz, y el ruido del coche que estaban desenganchando. El fresquecillo de las tardes de otoño tiene una poesía que saborearon Cecilia y Jack al entrar en la sala baja, en la que ardía la lumbre de la cena. El rústico mantel, los platos con flores pintadas, el olorcillo refrigerante de una comida de labriegos, todo contribuía a la rusticidad de la fiesta, terminada, al llegar al postre, por un desmoronamiento de uvas sobre la mesa, por las idas v venidas de la sala a la bodega, y una probadura general de los vinos antiguo: y nuevos. Jack, completamente ocupado de Cecilia, qus le tocó por vecina, demostraba profundo desdén hacia las polvorientas botellas que llegaban de la bodega. Til doctor, por el contrario, apreciaba en mucho esa buena costumbre de las comidas de vendimias, y tanto la apreciaba, que su nieta e levantó sin ruí do, mandó eneanchar, se envolvió en su abrigo, y el bueno d ¡Sr. Rivals viéndola va dispuesta, dejó la mesa, subió al cocho. cogió las riendas de su caballo, dejando su vaso medio lleno sobre la mesa, en medio del escándalo que por esto armaron lo convidados. Volviéronse a casa los tres, como antiguamente, por la oledad d la campiña, sólo que algo más estrechos oue el cabriolé, f pues él no había crecido v hacía ahora en lo caminos cierto ruido dp muelles sra -Kdos. hast- i lo tornillo Pero ningún encanto quitóle aquel ruido a aquel ojseo que las estrellas, tan numero- 87 sas en otoño, seguían desde arriba como una lluvia de oro suspendida en el aire vivo. Seguían paredes de parques, por las que sobresalían ramas; parques terminados generalmente por algún heilcúcuo pvjtPrioso, con las persianas cerradas, cual si hubiese encerrado el pasado en su sombra; del otro lado ofrecíase el Sena, en donde sólo había las casas de los escluseros, y en el que se deslizaban, confiados a la corriente, largos trenes de madera, cuyos fuegos encendidos delante y detrás aidían silenciosamente reflejados por el agua. ¿No tienes frío, Jack? decía el doctor. ¡Cómo había él de tener frío! El gran chai de Cecilia le rozaba, y tenía además tanto sol en sus recuerdos! ¡Ay! ¿Por qué ha de salir eí sol después de días tan maravillosos? ¿Por qué nos ha de coger la muerte en medio del ensueño? Jack safoía ahora que amaba e Cecilia; pero también sentía que su amor le destinaba a todos los sufrimientos. Estaba demasiado alta para él; y aunque mucho había cambiado viviendo a su lado, aunque habíase despojado algo de su iuda cortera, sentíase indigno de la bonita hada que le había transformado. Sólo el pensar que sin duda había la joven adivinado su pasión, le ponía tímido junto a ella. Pero ya volvía la salud, y principiaba a sentirse avergonzado por sus largas horas de inacción en la farmacia. ¡Era Cecilia tan valiente, tan trabajadora! ¿Qué pensaría de él si continuara allí? Nada, nada; era preciso, indispensable, marcharse. Una mañana entró en el cuarto del Sr. Rivals para darle las gracias y comunicarle su resolución. -Tienes razón, le dijo el buen hombre; ya. estás fuerte, tienes buena salud; hay que trabajar. Con la cartilla que tienes, pronto hallarás trabajo. Hubo un momento de silencio. Sentíase Jack muy conmovido, y también algo molesto por la singular atención con que le miraba el Sr. Rivals. ¿No tienes nada que decirme? le preguntó de repente el doctor. Jack, muy encarnado, muy azarado, contestó: -Pues no, Sr. Rivals. ¡Ah! Me parecía, sin embargo, que cuando estaba uno enamorado de una buena y honrada niña que tiene por único pariente a un viejo pobre hombre de abuelo, a éste es a quien había que pedírsela. Jaek, sin contestar, ocultis. su rostro entre sus manos. ¿Por qué lloras, Jack? Ya ves que no andan tan mal tus asuntos, puesto que yo he sido el primero en hablarte de tus amores. ¡Oh, Sr. Rivals! ¿es posible? ¡Un miserable obrero como yo! Trabaja para dejar de serlo... Puede uno salir de ahí. Yo te diré (cómo, si quieres. -Sí, pero eso no es todo, eso no es todo. Usted no sabe lo más terrible. Yo soy... yo soy... -Sí, ya lo sé; eres bastardo, dijo el doctor muy tranquilo. ¡Pues ella también! Bastarda... y algo más triste todaua... Acércate, hijo mío, y escucha. III La desgracia de los Rivals Estaban en el gabinete de! doctor. Por la ventana descubríase un hermoso paisaje de otoño, carreteras de aldea bordeadas de árboles deshojados, y más lejos, viejo y cerrado desde hacía quince años, el antiguo cementerio del país, con sus madreselvas perdidas entre las hierbas, sus cruces inclinadas por esos movimientos de la tierra de sepultura, más atormentada y más activa qus la otra. ¿No has entrado nunca allí? -dijo el Sr. Rivals, enseñándole a Jack, desde lejos, el cementerio- Pues hubieras visto en medio de las zarza. una gran piedra blanca, sobre la que sólo hay escrita una palabra: Magdalena. Es mí hija, es la madre de Cecilia, la que p tá enterrada ahí. lia querido que la pusieran aparte y que sólo se escribiese su nombie sobre su tumba, pretextando que no era digna de llevar el nombre de su padre v de su madie... ¡Querida hija! 1 Ella, tan honrada, tan valiente... Y nada pudo hacerle renunciar a su decisión. ¡Ya te f guras Continuará.

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