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ABC MADRID 08-01-1936 página 3
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ABC MADRID 08-01-1936 página 3

  • EdiciónABC, MADRID
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P 1 A 3 MO í LUETRADO. AÑO TRIGES 1 MOSEGUNDO, 15 CTS. NUMERO MEDITACIONES POLIT 1 CAS Doblan las campanas Esta vez el campanero es famoso en los fasta de la políticn. Se llama José Caillaux, parlamentario sin eclipse, ministro de Hacienda y presidente del Consejo de ministros que fue, de una República democrática. En Blanco y Negro lia publicado una página que contiene más lecciones que un libro voluminoso; y durante su lectura parecen oírse las lentas y solemnes campanas de una agonía. El reconocimiento no ofrece el menor resquicio a la duda. Para Caillaux está fuera de discusión que actualmente pesa sobre las formas democráticas de gobierno un descrédito universal. La confesión tendría siempre en labios de personalidad de sus circunstancias valor enorme; pero su importancia está afectada además de un exponente por la materia sobre que recae. La democracia, en definitiva, no es más que la consagración como verdad, de la opinión pública. Cuando ésta pronuncia su descrédito, la democracia si quiere ser fiel a sí misma debe disponerse a bien morir. l i e aquí algo que en su previsión no alcanzó: que el cuchillo que ella misma afilaba había de asestarle la muerte. CJaro está que catástrofe de esa índole es irremediable. También la confesión de serlo se le escapa a Caillaux en su espasmo de dolor. A los pueblos sugiere ejemplos de la antigüedad, que ponen de resalto la abnegación de sus salvadores de un día; y a unos y otros excita a que los tengan presentes. Pero tan menguada es la esperanza di que le escuchen, que hasta el laicismo en que el político francés se ha inspirado siempre, se quiebra en su interior al invocar con asombro de todos los poderes divinos. ¡Quiera Dios- -exclama- -que los tesoros de buen sentido que hay en todos los países permitan ese milagro! Milagro había de ser, en efecto, que lo propuesto como remedio devolviese la vida del pensamiento a la democracia. Para Caillaux, el responsable principal del descrédito es el que lo propala; es decir, el pueblo mismo. Sin un cerebro muy firme se perdería uno fácilmente en ese laberinto. La democracia que define la verdad, es desautorizada por lo que para ella es la verdad. El pueblo que por derecho ilegislable ejerce en democracia sus funciones soberanas, no sabe ejercerlps; y el primer venido puede motejar al soberano de ignorante. Según el ex presidente del Consejo de ministros francés, el pueblo es el principal responsable de cuanto ocurre, porque habiendo recibido de las Constituciones liberales el Poder supremo del Estado, ha demostrado una impotencia absoluta para asumir la función soberana. La cendu -ión úítima parece que deim ser qae los códigos políticos que otorgaron al pueblo- -en la democracia es la multitud inorgánica o una clase de ella, según quedó dicho en estas mismas columnas; no el conjunto orgánico nacional- -la soberanía, se equivocaron. Pero no es así. Ya se ha anticipado que i culpable es el pueblo. Y su impotencia afosotata para asumir la función soberana arranca de que le ha parecido bastante ser comerciante inteligente, labrador laborioso, o cabeza de familia previsor. Y en esta concepción- -según Caillaux- -está la raiz del mal. El ciiirifiílano debe educarse en u i plano superior, si quiere comprender las necesidades de la vicia colectiva. Y para eso son precisos hombres animados de un amor profundo a su patria y de un deMnretés sin límites en el orden político, que cojan con sus potentes manos las riendas del Estado, encauzándolo por el buen camino al devolver a su natural desarrollo la razón popular. No interpreto el pensamiento del señoír CailViux, lo transcrito en sai literal e x- presión. En e- te momento es cuando el toque de agonía se impregna de las ma ores tristezas. El remedio propuesto por Caillaux es la muerte indefectible de la democracia en MI doble aspecto de concepción doctrinal y posibilidad piáctica. Poique si no cabe sin un alto nivel intelectual en los ciudadanos, mientras éste no sea alcanzado no existirá democracia; y cuando lo sea, ya no será democracia, sino aristocracia. Porque si la democracia, para que sea una realidad requiere como condición inexcusable previa el concurso de hombres animados de un profundo amor de su patria y de un desinterés sin límites en el orden político que cojan con sus potentes manos las riendas del Estado encauzándolo por el buen camino ella es incapaz por sí misma de acto alguno de gobierno, y tan sólo de una dictadura o una aristocracia o una sofocracia podría recibir título de legitimidad, en vez de darlo. Porque si todo ello fuera cierto, el hombre, por eil hecho ie ser hombre- -un hombre, un voto, era hasta el presente la fórmula de la democracia- -no participaría a en la soberanía no siendo, por lo tanto, las atribuciones que de ella derivan un derecho de naturaleza, si no adquirido y por consiguiente personal, lo que entraña total sitbversión de los dogmas democráticos. Porque, en fin, imaginarse que sea posible elevar a un pueblo al grado de educación pretendido por Caillaux de modo que le sean familiares los problemas económicos c internacionales, que tan pocos son capaces de desentrañar, y que existan en la esfera política ciudadanos tan desinteresados que sin beneficio propio se dediquen a educar a las masas para entregarlas luego el Gobierno, es una quimera de volumen tan monstruoso que no deja lugar a la más pequeña duda respecto a la imposibilidad moral de la realización democrática. Caillaux ha equivocado el camino. El buen gobierno del pueblo no exige que éste sea- ¡preclara nobleza! -más que comerciante inteligente, labiador laborioso o cal eza de familia previsor. Lo que reclama es que las olases sean el fundamento d- e la representación política, de modo que el labrador o el comerciante o el industrial, por el hecho de serio, desempeñen una función pública. Y ello, porque los intcre e de cla e sen aspectos del interés nacional, el cual se obtiene medidiite su integración realizada por la autoiidad y los órganos de competencia. El mundo se apartó de esta enseñanza que España- -su maestra en el orden político- -prodigó sin tasa; por eso se siente morir. l o íoi tuna, doblan ya las campanas que T 11 lidian la agonía de los errores en que incidiera. VÍCTOR PRADERA DIARIO- ILUSTRADO. AÑO TRiGESIMOSEGUNDC 15 CTS. NUMERO A D I Ó S A ROMA Nuestro quendo colaborador, el ilustre periodista don K. Maitínez de la Riva, acaba de publicar un libro titulado JJodas reales del que reproducimos a continuación uno do los capítulos: FUNDADO EL i. DE JUNIO DE 1905 POR D. TORCUATO LUCA DE TENA Nos queda una noche en Roma. Mañana, muy temprano, será la partida. Lo comentamos con cierta pena en el jardín del Quiriiwle, mientras danzan las últimas pare as. ¡Se encuentra uno tan bien lejos de la vorágine tumultuosa de la política española! Pero hay que partir. Entre otras razones, porque aquí ya no hay nada que hacer. ¡Y en España, mucho! La noche espléndida, veraniega más que otoñal, con su cielo limpio y su luna clara, invita a gozar de sus encantos. Descendemos por la Vía Nazionale a desembocar en el Foro Trajano. Vamos en una carrosa, nuestra anticua mañuela, que aquí conserva todos sus prestigios tiraditionales. El vetturino, que nos conduce, como nuestro clásico simón, de vez en cuando se vuelve para darnos alguna explicación, que no le pedimos. Y al paso cansino del viejo 1 amelgo, como en un diorama fantástico, vamos pasando ante las ruinas gloriosas de la Roma imperial. El grandioso hemiciclo del Mercado Trajano, con sus tabernaes en diferentes planos, líl Templo de Marte en el Foro Augusto, con sus siete columnas, y sus dos arcos de triunfo. La Basílica Emilia, el Arco de Severo, el Templo de Saturno y la Tumba de Julio César, en el Foro Romano. Y, al fin, el Colosseo. Hay que echar pie a tierra. Penetrar en el Anfiteatro Flavio a las altas horas de la noche es quizá la más fuerte emoción que uno puede experimentar en Roma. La enorme elipse, con sus cuatro plantas, y sus monumentales graderías, a través de cuyos arcos, el resplandor lunar, proyecta gigantescas y deformes sombras, tiene en el silencio augusto de la noche una más serena emoción y mayor grandiosidad que si la ocuparan los cincuenta mil espectadores de sus fiestas olímpicas, en el tiempo de los Césares. La enorme construcción de piedra y mármol ofrece una tal sucesión de masas, de tan sorprendente elegancia en su monumentalidad, que el ánimo se encoge al par que la vista se recrea. La obra gigante de Vespasiano, de Severo y de Fla io nos abruma con la grandeza de su concepción, y más aún, con las grandezas que evoca. Tocia la vida del Imperio late en estas moles graníticas y v h e aún sobre la arena del Colosseo. Pisamos sobre eiia y nos asomamos a los co redores subterráneos, con la emoción del temor a que surjan para detener nuestro paso, los gladiadores que murieron por el César. Brillan en la obscuridad con un fulgor tercie esmeralda, ojos felinos, que paiecai amenazar por la profanación de riten umpir el milenau o silencio en que estamos sumidos. Otras sombras como las nuestras vagan por las graderías con vacilantes pases, y se agrupan en el podium, el pplco imperial, don de se aglomeraban los pretores, los niienii

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