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ABC MADRID 27-03-1910 página 2
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ABC MADRID 27-03-1910 página 2

  • EdiciónABC, MADRID
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A B C DOMINGO 27 DE MARZO DE 1910. EDICIÓN i. PAG, FOLLETÍN DE A B C EL PERFUME DE LA DAMA ENLUTADA (Continuación. Pensé en el nerfume de la dama enlutada, y me callé. ¿No me había dicho Pepe cate lo sabría todo? Me llevó al dique; el viento era violento aún, y tuvimos que resguardarnos detrás del faro. Quedó pensativo por espacio de unos instantes y cerró los ojos ante el mar. -Aquí- -dijo por fin- -es donde la ví por ¿ultima vez Miró al banco de piedra. -Ahí nos sentamos y me apretó contia su corazón. Yo era un niño; tenía nueve años... Me dijo que me quedara ahí. sobre ese banco; se marchó, y jamás la he vuelto á ver... Ocurría esto de noche... una suave noche de erano, la noche del día de la distribución de premios... No asistió á Ja distribución pero sabía yo que vendría pnr fe noche... una noche estrellada, y Jan clala, que hubo momento en que esperé ver su rostro. Pero se echó el velillo, suspirando. Luego se marchó y no la he vuelto á ver... ¿Y usted, amigo mío? ¿y? -Sí; ¿qué hizo usted? ¿Quedó usted mucho tiemoo en ese banco... -De buena gana me hubiera quedado... Pero vino el cochero á buscarme y volví al encierro. En dónde? -En el colegio... ¿Hay un colegio en el Ti opon? -No wero le hay en Eu... Regresé al colegio de Eu... -Me hizo seña de que le siguiera. -Vamos allá- -me dijo. Cómo quiere usted que me dé cuenta aquí Ha habido (demasiadas tormentas... Media hora más tarde estábamos en Eu. En la parte baja de la calle de Marronniers, nuestro coche rodó ruidosamente sobre los duros guijarros de la plaza Mayor, fría y desierta, en tanto que el cochero anunciaba su llegada haciendo chascar su fusta, llenando la pequeña ciudad muerta con la antipática música de su tralla. A poco se o ó sonar un reloj, el del colegio- -me dijo Pepe, -y todo se calló. El caballo el coche se habían inmovilizadoen la plaza; el cochero se había metido en nna taberna. Entramos en la sombra helaáa de la elevada iglesia gótica que por un laclo cerraba la plaza. Pepe dedicó una ojeada al castillo, arquitectura de ladrillo, coronada por vastos tejados Luis XIII, fachada triste qvte parece llorar á sus príncipes desterrados; miró, melancólico, el edificio cuadrado de la alcaldía, que inclinaba hacia nosotros la lanza de su bandera sucia; las ¿asas silenciosas, el café de París- -café de los señores oficiales, -la tienda del peluquero, la del librero. En aquella tienda había comprado sus primeros libros nuevos, pagados por la dama enlutada... ¡Nada ha cambiado... Un perro viejo, sin color, en el umbral Sel librero, alargaba su hocico perezoso sobre sus patas heladas. ¡Es Cam! -dijo Pepe. -Lo recuerdo muy bien... Es Cam, es mi buen Cam. Y lo llamó: ¡Cam... Cam... El perro alzó la cabeza y escuchó, vuelto hacía nosotros, aquella voz que le llamaba. ¡Dio con trabajo algunos pasos, rozó su cuerpo contra nosotros v se volvió á su silio, indiferente. -E s ¿i- -afirmó Rouletabille, -sólo que ya no me conoce... Me llevó á una callejuela que bajaba en 5 uesta rápida, con piso de puntiagudos chi- y narro- s Su mano seguía calenturienta. A poco nos detuvimos ante una iglesia pequeña, de estilo jesuíta, de mal gusto. Empujando una puertecita baja, Pepe me hizo entrar bajo una bóveda armoniosa, en el fondo de la cual estaban arrodilladas, sobre la piedra de sus tumbas vacías, las ni níficas estatuas de mármol de Catali Cleves y de Guisa el Acuchillado. -La capilla del colegio- -me dijo en voz baja. No había nadi: en ella La atravesamos con cierta prisa. A mano izouierda, Rouletabille empujó suavemente un biombo que daba á una especie de sobradillo. -Todo va bien- -dijo quedito. -De esta manera habremos entrado en el colegio sin que me haya visto el portero. Seguro que me hubbra reconocido. ¿Qué daño habría en ello? Un hombre, con la cabeza descubierta, coleándole de la mano un manojo de llaves, o só ñor delante del sobradillo, y Pepe se- hundió en la obscuridad. -Es el i r. Simón... ¡Qué avejentado está! Y qué calvo! Es la hora en que va á barrer la sala de estudio de los pequeños... Todo el mundo está en clase en este momento Vamos á estar libres. Sólo oueda en la portería la mujer de Simón, á menos oue se haya muerto... En todo caso, desde aquí no nos verá... Pero, cuidado, oue vuelve el Sr. Simón... ¿Por oué tenía Pepe tanto empeño en no ser- Isto? ¿Por qué? Decididam ite. nada sabía o de aquel muchacho, á quien creía conocer á fondo. Mientras nos dejaba libre el campo el Sr. Simón, conseguimos Pepe y yo salir de nuestro escondrijo sin ser vistos y disimulados en un rracón de un patio jardín, detrás de unos arbi stillos, podíamos inclinados or encima de un antepecho de ladrillos. contemolar á nuestras anchas, por debajo üe nosotros, los vastos patios y los edificios del colegio, que dominábamos desde aquel sitio. Rouletabille se agarraba á mi brazo como si temiera caerse. -Todo ha sido trastornado- -dijo con voz ronca. -Han echado abajo la vetusta sala de estudio en donde encontré el cuchillo y la radería en la que había él ocultado el dinero ha sido transportada más lejos... Pero las paredes de la capilla no han cambiado de sitio... Ivure usted, Sainclair, inclínese: esa puerta que da á los sótanos de la capilla es la puerta de la clase chica. ¡Cuántas veces he pasado por ella cuando era niño... Pero nunca, nunca salía üe allí tan alegre como cuando venía el Sr. Simón en busca mía para llevarme al locutorio, en donde me esperaba la Dasia enlutada... ¡Con tal que no hayan tocado al locutorio... Y se arriesgó á mirar hacia atrás. ¡No. no... Mire, allí está el locutorio, al lado de la bóveda... la primera puerta á la derecha... allí es donde ella venía allí... luego iremos, cuando haya bajado el señor Simón. Le castañeteatan los dientes. -Estas son locuras, me parece que me voy á volver loco... ¡Qué quiere usted! No puedo resistir á la fuerza que me empuja... El pensar que voy á volver al locutorio... donde me esperaba... Sólo la esperanza de verla me hacía vivir; y cuando se marchaba, á pesar de que le prometía que sería razonable, quedaba tan triste, que, cada vez, temían por mi salud. La única cosa que me hacía salir de mi postración era que me amenazaban con no verla si me ponía enfermo. Hasta la visita siguiente quedaba con su recuerdo y con su perfume. Como nunca pude ver claramente su querido rostro, y como me Hacía casi desfallecer su perfume cuando me abrazaba, vivía menos con su imagen que con su olor. Los días que seguían á su visita, de cuando en cuando, durante los recee me escapaba al loentorio, y cuando e- taba vacío, como hoy, aspiraba, respiraba religiosamente aquel aire que había respirado, hacía provisión de aquella atmósfera en donde había estado, y -alia de allí con el corazón lleno de fragant Aquel perfume era el más delicado, 1 más sutil y, ciertamente el más natural y el más suave de los perfumes, y me imaginaba que nunca más volvería á dar con él, hasta el día que le he dicho á usted, Sainclair... ¿Recuerda usted... El día de la recepción en el Elíseo... -Aquel día, amigo mío, á quien halló usted fue á Matilde Stangerson... -A ella misma... -contestó Pepe con voz temblorosa. ¡Ah! Si en aquel momento hubiera sabido que la hija del profesor Stangerson, en época de su primer matrimonio en Norteamérica, había tenido un hijo, que. si vivía, sería de la edad de Pepe Rouletabille, acaso, después del viaje que hizo por allá mi amigo, y en el cual supo ciertamente cosas muy íntimas, acaso comprendiera yo su emoción, su pena, su extraña turbación al pronunciar el nombre de Matilde Stangerson en aquel colegio, adonde, años atrás. venía la dama enlutada... Hubo un silencio que me permití inte rrumpir. ¿Y no ha sabido usted nunca por qué no había vuelto la dama enlutada? -i Oh! -contestó Pepe, -tengo la evidencia de que la dama enlutada ha vuelto... Pero yo me había marchado... ¿Quién vino á buscarle á usted? -Nadie... me escapé... ¿Por qué... ¿Para ir en busca de ella? -No, no... para huir de ella... ¡Oiga bien, Sainclair, para huir de ella... Pero ha vuelto... Seguro ctoy de que ha vuelto... (Contip- uará. y DE NUESTRO ENVIADO ESPECIAL A B C EN PARJá EL P. BRIüND La fuerza de Bnand está en su sinceridad y en que no es orador. Cuando Jaurés baja de la tribuna, después de haber arrancado dos ó tres tempestades de aplausos con los eternos latiguillos oratorios, Briand sube á contestarle... Comienza con voz queda, exponiendo sus argumentos con claridad y precisión; poco á poco va alzando el tono de voz, que se hace dulce, caliente, persuasiva, pero jamás se entona, jamás acude al periodo rimbombante y peripatético. Y convence á la Cámara entera, soliviantada por los apostrofes de Jaurés, de que este señor no ye más que visiones, porque no es un político práctico... Es un orador oue habla de todo, como la mayor parte de los oradores, aunque no sepa de nada, como casi todos los oradores también... La Cámara, que estaba decidida á har al suelo á dos ministros, á Millerand y á Barthou, para dar gusto á Jaurés y á Combes, varió de manera de pensar y votó la confianza á Briand casi por unanimidad. Briand, que habla siempre encorvado, se enderezó un momento para lanzar á Jaurés una frase que sonó en la Cámara como una bofetada. ¡Yo no abandono amas á mis amigos, señor Jaurés! -gritó Briand clavando les ojos relampagueantes en el orador republicano... Hizo una pausa breve, y al ver que Jaurés bajaba la vista y no contestaba nacía vorvió á encorvarse otra vez y continuó su discurso, siempre en tono de conversación familiar, insinuante, persuasivo.

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