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ABC MADRID 04-04-1907 página 6
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ABC MADRID 04-04-1907 página 6

  • EdiciónABC, MADRID
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NUMERO 669 1 UEVH 5 4 PAGIWA LOS SUCESOS DE MARRUECOS EL CORONEL RE 1 BELL EN LAS CALLES DE LA POBLACIÓN, RODEADO DE MARROQUÍES LA OCUPACIÓN PEJjXDA GRUPO DE ZUAVOS PERTENECIENTES A LA COLUMNA DE OCUPACIÓN DE UXDA Fots. QOPLAS DEL JUEVES. UNA 1 DEICA Hasta los niños pequeños saben que, cuando se acercan las elecciones, se gastan saliva y tinta de imprenta en relatar incidentes de abusos y violencias, combinar candidaturas y anunciar grandes sorpresas. Manden éstos ó los otros, ¡ya se sabe! surge el tema de que las oposiciones se disgustan y protestan, y el Gobierno tumba alcaldes, y don Fulano no cuenta con votos, y don Mengano los compra á cuatro pesetas. Siempre iguales argumentos, siempre la misma monserga. ¡Como si estuviera á punto de estrenarse la comedia, y no supiesen las gentes de memoria las escenas, la tesis, el desenlace, y el éxito que la espera! Según se calcula- -dice candidamente la P r e n s a serán, poco más ó menos, los diputados que vengan tantos rojos, tantos blancos, tantos de color de crema, por lo cual el Ministerio tendrá tanta ó cuanta fuerza. Y, efectivamente, el día de las elecciones llega y en el escrutinio salea con exactitud las cuentas. El Gobierno obtiene siempre por malas, si no por buenas, la mayoría anunciada con un mes de delantera, y con ello las ventajas indudables que el sistema representativo tiene se comprenden y demuestran. De sobra sabemos todos que en esta bendita tierra hasta las piedras ahora son monárquicas sinceras, y que si mañana mismo los hados nos concedieran la República... serían republicanas las piedras. Por lo cual (Dios me perdone si digo alguna simpleza) tal vez fuera conveniente que en circunstancias como ésta los jefes de los partidos buscasen una manera de hacer, sin mover peones, sus tratos y componendas, y designaran, de acuerdo con nuestro amigo La Cierva, los diputados á Cortes que mejor les parecieran. Con eso los electores se evitarían molestias, y caciques y ministros quebraderos de cabeza. Siendo el resultado el misino y la solución idéntica, ¿para qué gastar en balde saliva y tinta de imprenta? SIXESIO DELGADO TpTrmete Zacconi, interrogado por un redactor a- de la Gazzetta del Emilia acerca de su libro próximo á publicarse, ha respondido: Puedo asegurarle que éste será un libro de observación. Me parece que en nuestro ambiente de artistas, autores y críticos existe una gran confusión, producida por malas inteligencias, y yo me propongo estudiar estas causas, no en modo agresivo, antes, al contrario, muy amigablemente, analizando el mal y estableciendo sus remedios Tratándose de una obra en la que hablo de actores, críticos y periodistas, hay en ella también una parte anecdótica muy importante. E 1 libro está escrito en forma epistolar, porque así se acomoda mejor á mi temperamento. Y en él combato la idea de que el arte pueda ser un artículo de comercio como cualquier otro. No niego que se pueda comerciar con el arte; pero ha de ser con la condición de que el arte exista. Para especular sobre un trabajo ó sobre un artista, es preciso que el trabajo sea bueno y el artista también. Porque el arte cuando se prostituye desaparece pronto. pn América ha despertado viva curiosidad un artículo publicado por el profesor Anderson sobre la reforma del arte de hacer el amor. Anderson, que enseña sociología en la Universidad de Chicago, ha recibido de muchas partes de América una inmensa cantidad de cartas. Centenares de personas desean que establezca un curso especial de práctica amorosa, á la que parece está dispuesto Anderson, porque se halla penetrado de míe la reforma del arte MAPAMUNDI de amar es inaispensaoie para ei progreso de la raza americana. g a r i o s periódicos y revistas dan noticias de la autobiografía de Spencer, publicada recientemente después de su fallecimiento. Una de las partes más curiosas de sus recuerdos se refiere á la mujer. El gran filósofo inglés pensó muchas veces en casarse; pero siempre se abstuvo, no obstante las tentativas que á este propósito hicieron algunos de. sus amigos En una ocasión, era entonces Spencer muy joven y trabajaba como ingeniero en la construcción de un ferrocarril, se enamoró de una muchacha que entraba todos los días en su oficina para llevar la correspondencia. Pero la joven era prometida de un estudiante de Oxford, y Spencer no se atrevió á proponerla el cambio Más tarde, su editor, Chepman, intentó casarle con una admiradora, pero al conocerla, la realidad le quitó todas sus ilusiones. También la gran intimidad de Spencer con María Eraus, que fue luego la célebre George Eliot, hizo que se hablase de un próximo matrimonio; pero el filósofo prefirió permanecer siempre como un simple amigo. En los comienzos de su carrera, Spencer- -según propia confesión- -no contrajo matrimonio, por miedo de verse obligado á trabajar en cosa más útil que la filosofía para mantener á su familia; más tarde no se casó porque le atormentaba, por razón de su temperamento, la idea de hacer de su esposa una víctima. El ha escrito en sus memorias este profundo pensamiento: Yo me consuelo pensando que existe en el mundo una mujer desconocida, que me debe su felicidad: es aquella que yo nó he desposado... -XXX. BIBLIOTECA DE A B C 14 LAS DOS BARONESAS 15 Su viuda abandonó- el hotel de París, y se fijó casi completamente en Meudon, donde Santiago Habert llegó á ser una especie de mayordomo, ocupándose, no solamente de las caballerizas, sino de toda la casa, y á p e s a r d e s u achaque, desempeñó con éxito completo su cometido. Dos penas profundas, una sobre otra, llenaron de amargura la vida del excelente hombre. Mariana, murió, y su hijo sólo le sobrevivió algunos meses. Santiago, anonadado por este doble golpe, creyó en un principio que iba a perderla razón viéndose solo en el mundo; después, poco á poco, se dominó, concentró todo su cariño en Leonida y lio vivió más que para ella. Ya habernos que esta ternura no se empleaba, en una ingrata. Cuando trataron de casar á la joven, Santiago sintió que se le oprimía el corazón. Se puso taciturno y la tristeza se pintó en su rostro. Leonida quiso saber la causa de este cambio. ¿Sucede algo que te aflige, mi viejo amigo? Un gesto de Santiago le contestó afirmativamente. La joven continuó: ¿De qué proviene tu pena: 1 Santiago escribió en su pizarra: r Os casáis... Vais á alejaros de aquí... no volveré á veros, y me moriré. Y el pobre hombre se echó á llorar. Esta abnegación tan sencilla y tan completa, este afecto inmenso, conmovielon profundamente á Leonida. -Tranquilízate, mi buen Santiago- -dijo. -Suceda lo que quiera, no nos separaremos. ¿Jamás? -escribió el mudo. ¡Jamás! Te lo juro. Un rayo de alegría brilló en los ojos de Santiago, y por primera vez, después de la muerte de su mujer y de su hijo, se sintió casi feliz. Leonida cumplió su palabra. Mad. Desiontaines, al dar cuatro millones de dote á su hija, cuya mano concedía al barón de Tréves, puso por condición al casamiento que Santiago Habert no abandonaría la casa de los jóvenes esposos, y esta cláusula fue inserta en el contrato. Una vez la unión llevada á cabo, Santiago siguió a Leonida a Lamorlaye, donde llegó á ser una especie te. factótum, independiente de los otros criados, haciendo poco más ó menos lo que quería; pero sabiendo ser útil de cien maneras, enseñandosá los hombres de la caballeriza, rectificando la enseñanza de los caballos jóvenes de silla y de tiro. Gracias á él, los trenes de Max se hacían notar por su corrección admirable, los- días de corridas en Chantilly. Cuando esta relación comienza, Santiago Habert era de unos cincuenta y dos á cincuenta y tres años; pero parecía de más edad. Sus cabellos, ya grises, formaban corona monacal alrededor de su frente calva. Las reglamentarias patillas hacían marco a su rostro expresivo, bronceado como el de un africano y surcado por mil pequeñas arrugas. Únicamente los ojos permanecían jóvenes, y la mirada ofrecía incomparable viveza. De mediana estatura y coneextura recia, Santiago Habert tenía las trazas de un viejo soldado. No llevaba librea, como los otros criados del barón, sino un traje de paño verde obscuro, con botones blasonados, que se parecía al uniforme de los guardas de caza. Santiago poseía más que mediana inteligencia, un sentido recto, y su extremada ternura por Leonida le hacía previsoi Poco tiempo necesitó para conocer- que el barón Max se había casado con Leonida por el dinero y no por amor, y que se consideraba como rebajado. Vio y oyó muchas cosas, adivinó otras, y de todo esto resultó para él la convicción üe que, en su ciega ternura maternal, Mad. Desfontaines había hecho la desgracia de su hija, queriendo darle, ó más bien comprarle, un marido noble y titulado. Esto fue para Santiago un dolor inmenso. Es un mal hombre este barón Max- -pensaba. -Más tarde ó más temprano, Leonida derramará todas las lágrimasde sus ojos. Pronto tuvo la prueba- de que sus presentimientos no le engañaban, y participó de todos los sufrimientos de la jove; La nueva baronesa no tenía secretos para el marido ae su madre de lecce. Interrogada por él, no pudo contenei sus lágrimas, y le confesó su martirio. ¿Qué podía hacer en esto Santiago Habert? Nada, salvo el amonestar á Leonida á la paciencia y al valor. Esto lo hizo, pero sin convicción; pues hubiera querido empujarla á la resistencia, y si dudaba al hacerlo, es porque sabía bien que en la lucha sería ella vencida y quebrantada. Por otra parte, su ternura le hacía capaz de todos los sacrificios. Lo vciemos en la ocasión. Al separarse de lajoven baronesa enjugó sus ojos, bajó la escalera y se disponía á ir al patio de las- caballerizas, donde estaban enganchando. Max y su primo fumaban un cigarro sobre el primer peldaño de la escalinata. Viendo pasar á Santiago, Max le dirigió esta pregunta: ¿Sabéis si la señora baronesa está dispuesta? La pantomima del criado significaba: -No. lo sé... ¡Siempre con retraso! -murmuró impaciente el barón; -á fe mía, las mujeres inexactas son un castigo. Un relámpago se incendió en las mejillas de Santiago. Pensaba: ¡Desque buena gana te retorcería el pescuezo, picaro gomoso... Pero se contentó con pensarlo, y siguió su camino. En esteMnomento apareció Leonida en el vestíbulo, cuyas dos puerta se abrían á la? escalinata. Su sombrero azul pálido iba muy bien con sus cabellos rubios y co- su tea de deslumbradora blancura; parecía más bonita. -Heme aquí, amigo mío- -dijo.

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