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ABC CORDOBA 08-07-2018 página 66
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66 CULTURA DOMINGO, 8 DE JULIO DE 2018 abc. es cultura ABC El descubrimiento del verdadero corrector de la segunda parte de la novela de Cervantes nos lleva a plantearnos cómo se cocinó la gran obra de la literatura española En las entrañas del Quijote BRUNO PARDO PORTO MADRID a mayor obra de la literatura española nació en un lugar ruidoso, lleno de gente cansada, con la manos sucias y probablemente alguna copa de más. Más que por bohemios, bebían por necesidad: era la única forma de paliar su carga de trabajo. Allí, los gritos eran el medio de comunicación habitual y las prisas el pan de cada día. Pero el aparente caos estaba controlado. Las imprentas del Siglo de Oro funcionaban como una perfecta cadena de montaje que haría aplaudir (con la orejas) al mismísimo Henry Ford. A algunos, aquello les parecía una suerte de milagro. Si te sorprende que los impresores sean grandes bebedores que gastan todo su sueldo tan bajo en bebida, entonces ¡vete a una imprenta donde se lucha con las tareas del día y ve cuán rápido imprimen los tipos en el papel sediento! cuenta un testimonio de la época. En estos lares, en concreto en una imprenta en la calle Atocha, donde hoy se encuentra la Sociedad Cervantina, se imprimieron las dos partes del Quijote, que se vendieron llenas de erratas: la segunda con más que la primeUna ilustración de Sancho Panza y Don Quijote L ra. No fue un caso excepcional, pues el ritmo de las imprentas no permitía un gran acabado. No yerran cuantos llaman a la imprenta madre de los errores; lo es, ciertamente, y fecunda. Por más diligencia que se ponga, por más cuidadosa que sea la corrección, no es posible librar de este defecto a los libros escribió Novarini en 1629. En otras palabras: el libro, como objeto, estaba condenado a cierta imperfección. A pesar de los correctores. Celebridad inmediata Fenómeno Pero retrocedamos. Entre la pluma de Cervantes y su impresión pasaron varias cosas que nos ayudan a entender el fenómeno de la obra. En el Siglo de Oro, un escritor con un manuscrito era, también, un pedidor. Necesitaba una licencia del Consejo de Castilla, un requerimiento que no era otra cosa que una forma de censura. Después, necesitaba un librero que se ocupara de costear la impresión y venderlo. Era, hablando en plata, el que ponía el oro. En nuestro caso, este individuo fue Francisco de Robles, un hombre sin el que hoy no hablaríamos de Quijotes, ni de Sanchos. ¿Por qué se interesó en el famoso hidalgo? Básicamente, porque quería ganar dinero. Aquello era un negocio. También para Cervantes: En 1605, en la fiesta del bautizo de Felipe IV, hubo una charanga en la que aparecieron Don Quijote y Sancho Ese mismo año, en una flota dirigida a Panamá, se enviaron casi 200 ejemplares de la primera edición de la obra una vez vendida la licencia al librero, él perdía el control sobre su obra. En 1599 se había publicado el Guzmán de Alfarache la reescritura de la picaresca que había hecho Mateo Alemán. Había sido un best seller total. A partir de ese momento, todos los libreros querían lo mismo. Y Robles vio en la primera parte del Quijote una oportunidad de venta: era una vuelta de tuerca a los libros de caballerías explica José Manuel Lucía Megías, autor de una vasta biografía del autor cuyo último tomo saldrá en septiembre. El librero buscaba dinero, y lo encontró. La novela salió a la venta en Madrid, en enero de 1605, con una tirada de unos 1.500 ejemplares. Para abril de ese mismo año ya fue necesaria una segunda reedición de la obra. Al mismo tiempo, salieron otras dos ediciones piratas en la Corona de Portugal. Y otra más, esta legal, en la Corona de Aragón. En total, fueron cinco ediciones seguidas, aunque el éxito no fue mucho más allá. Error comercial Y en 1607, en una fiesta en Pausa (Perú) apareció un individuo disfrazado de Quijote Con ese tirón, resulta extraño que Cervantes no se lanzara rápidamente a escribir la segunda parte. Seguramente la consideraba una obra menor opina Lucía Megías. De hecho, se le adelantaron en la tarea. En 1614 se publicó un Quijote apócrifo, firmado por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, un seudónimo de un autor que nadie ha logrado desvelar, un misterio sobre el que se han escrito más elucubraciones que certezas. Y el libro, claro, se vendió bien.

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